Rabindranath Tagore, el Gran Centinela asiático.
Por: Raúl Martell
28 de Marzo, 2007
"Cuando parta de aquí, sea mi palabra de despedida que lo que vi. es insuperable. "Rabindranath Tagore en el libro Gitanjali, New York, 1913 página 88
Mahatma Gandhi, el padre de la India y de todo el mundo asiático, llamaba a Rabindranath Tagore el Gran Centinela .
Por su parte para Jawaharlal Nehru, tanto Mohandes K. Gandhi, como Radindranath Tagore eran un testimonio de "la riqueza del genio cultural de una época de la India … a pesar de representar diferentes aspectos de su multifacética personalidad…. " También afirmó Nehru en otro momento que; "…las dos personas más grandes con las que he tenido el privilegio de reunirme son Gandhi y Tagore.
"Rabindrath Tagore fue no solo un extraordinario poeta, sino también novelista, compositor musical y prolifero autor de innumerables canciones, pintor, formador y reformador social y filosofo, además de un gran educador de generaciones hindúes.
Tagore es el autor de la letra y la música del Himno Nacional de la Republica de la India, compuesto en 1911 y adoptado en 1950, después de haber alcanzado la independencia, donde se postula: " Jana-Gana-Mana-Adhinayaka, Jaya Hé ", que significa en español; "Gloria a ti, señor de nuestros corazones y del destino de la India.
PRIMEROS AÑOS. Nació en Calcuta en el seno de una familia de intelectuales que detentaban una alta posición en la sociedad de la India. Su padre fue el destacado filósofo Davendranath, devenido en su ancianidad patriarca herético en Bengala y sus hermanos los conocidos intelectuales: Abanindranath, artista y pintor; Dwijendranath, filósofo y Gogonendranath, artista. Realmente, la familia Tagore fue una de las familias más importantes de la India , en su época. En su niñez no tuvo una educación escolar continuada, pues asistió muy poco tiempo a la escuela primaria. Se revelaba frente a los abusos y discriminaciones a que se recurría en los centros docentes, de aquella época, para mantener la disciplina escolar. Sin embargo, en su casa era un disciplinado estudiante que, incluso, a muy temprana edad comenzó a componer poemas. A los 17 años ya había público su primer libro de poesías. También realizo estudios de derecho en Inglaterra. Su estancia en Inglaterra le permitió perfeccionar el inglés, lengua que llego a dominar a la perfección, incluso fue el traductor de toda su obra a ese idioma, pues Tagore escribía las obras originales en lengua bengalí. Se cuenta que comenzó a escribir sus poemas en una pizarra con el fin de poder borrar las estrofas que no le gustaban, así hasta llegar a la expresión que le satisficiera. Amante de la naturaleza, fue un gran observador de todo lo que le rodeaba. Estimaba mucho los paisajes de su inmenso país, la candidez y sensualidad de sus mujeres, aunque también reflejaba en sus versos los padecimientos de su pueblo en la larga marcha hacia la libertad. También compuso una gran cantidad de canciones, se afirma que llegaron a más de diez mil canciones. Tagore decía que; " El mundo me habla en colores, mi alma responde con música. " En su famosa obra "Sadhana ", el poeta dice que: " La música es la más pura forma de arte, y, por eso, la más directa expresión de la belleza, con una forma y espíritu, una y simple, y menos perturbada, por ninguna cosa extraña… Y concluye categóricamente; " Los verdaderos poetas, los videntes, tratan de expresar el universo en términos musicales… "
SUS LIBROS Sus libros más reconocidos por los expertos como de una gran importancia para la literatura universal, y que fueron traducidos por el mismo al ingles pueden resumirse en los siguientes; • Gitanjali (1913) • Chitra ( 1914) • The Post-Office ( 1914) • The Gardener ( 1914) • Fruit-Gathering (1916) • Red Oleanders (1925) • My Reminiscenes (Autobiográfico) (1917) Esta es la obra que permite entender mejor a Tagore. Además, publico las importantes obras; Personalidad ( 1917 ), Sadhana: La realización de la vida(1914) y una famosa traducción al inglés de los "Cien Poemas de Kabir ", conocido poeta y místico indio(c.1440 – 1518)
SUS CARACTERISTICAS . La principal característica de su obra es el profundo patriotismo que se revela en sus versos. Igualmente se destaca su comprensión y amor hacia la naturaleza, y el ser humano. Toda su obra esta basada en una percepción muy aguda de la filosofía hindú, ya que estamos tratando, y es importante no pasar por alto, con un poeta profundamente místico. A Tagore se le cataloga por la seriedad y agudeza de su obra como un filósofo muy ligado al Vedanta. El Vedanta es un sistema filosófico que ejerció una gran influencia en el pensamiento y el espíritu hindú. Este sistema filosófico postula, en concreto, que Dios (Brahma) y el Alma (Atman) son UNO y, por lo tanto, no existe fuera de uno mismo Ser Supremo alguno. Sin embargo, su sacerdocio fue la poesía y las canciones. En ellas Tagore hace culto a la contemplación de la belleza en la naturaleza y en las almas de los hombres. Asimismo, compone infinidad de canciones con su música, que todavía se escuchan en todos los rincones del vasto subcontinente asiático. Así, afirmaba a un grupo de niños de las escuelas de Tokio: " Es decir, creo en una vida ideal . Creo que en una pequeña flor existe un poder viviente, oculto en la belleza, más potente que un cañón Maxim. Creo que en las notas de un pájaro la naturaleza se manifiesta con una fuerza mayor que la revelada por el ensordecedor estrépito de una batería… " La característica más significativa de Tagore, según todos los expertos, es que en su quehacer se unen, de una forma casi perfecta e invisible, el poeta, el músico, el filósofo, el sacerdote y el maestro sin que podamos discernir donde empieza uno y termina el otro. Tagore se distingue por una relevante devoción por el amor, como sentimiento unificador y purificador, a la vez, del ser humano y de sus propias acciones. Así lo expresa muy claramente en un párrafo de su libro Sadhana, cuando asevera; " En el amor todas las contradicciones de la existencia se funden y se pierden. Sólo en el amor hay unidad y dualidad invariables. El amor debe ser uno y dos al mismo tiempo. Sólo el amor es acción y reposo a la vez. Nuestro corazón cambia constantemente de lugar hasta que encuentra el amor, y sólo entonces descansa. " En otro conocido y muy citado párrafo de la mencionada obra, agrega la sentencia que: " Nosotros no amamos porque no comprendemos, o más bien, no comprendemos porque no amamos . Por que el amor es el último sentido de todo lo que nos rodea. No es un mero sentimiento: es una realidad; es el goce que se halla en la vida de toda creación. "
PREMIO NOBEL En 1913 la Academia de Estocolmo concedió al poeta indio el Premio Nóbel de Literatura. La concesión de este alto galardón concitó divergentes opiniones. Los críticos bengalíes se sorprendieron, pues subrayaban que Tagore cometía faltas idiomáticas en el bengalí. La gratificación recibida junto al premio, Tagore la dedico a ampliar el seminario experimental fundada el año 1901 en la escuela de Shantiniketan, en Bolpur a 160 Km . de Calcuta, donde se impartían clases que pretendían buscar similitudes en las culturas orientales y occidentales. hasta convertirla en la Universidad Internacional de Visva-Bharati, en diciembre de 1921. La intención de esta nueva institución académica, según Tagore, era la de " intentar llevar a cabo, en la dignidad común del estudio, el encuentro entre oriente y occidente a través del establecimiento de la libre comunicación de ideas entre los dos hemisferios. " En Visva-Bharati la enseñanza consistía en una mezcla de las filosofías orientales y occidentales con el fin de contribuir al entendimiento y el acercamiento entre ambas regiones y , finalmente, a la consecución de la paz mundial. El Parlamento de la India reconoció a la Universidad de Visva-Bharati como "una institución de importancia nacional " y desde 1951 funciona como una universidad de carácter central. A raíz del otorgamiento a Tagore del Premio Nóbel, el Rey Jorge V le nombro Caballero de la Corona Británica. Este hecho provoco una fuerte repulsa de los jóvenes nacionalista indios, que criticaron al poeta por que no condenaba explícitamente la falta de libertad política de su país, sino solo los abusos que persistían en la vida moral de la India. En 1919 como repulsa a la matanza de cerca de 400 indios en Amritsar, el poeta renuncio a esta orden, devolviéndosela al Rey, junto con otras condecoraciones, acompañadas de una tajante misiva de renuncia. Esta acción se conoce como la masacre de Jallianwala Bagh, en Amritsar , en el estado de Punjab, cuando las tropas británicas de ocupación abrieron fuego indiscriminadamente sobre una manifestación pacífica y desarmada de musulmanes, hindúes y sijs que protestaban por el incumplimiento de las promesas de representación política realizadas por la Corona británica durante la I Guerra Mundial. En esta sangrienta refriega murieron 379 personas y cerca de 2.000 resultaron heridas.
EL MISTICO Tagore fue un destacado pensador con una alta dosis de misticismo en sus ideas. Seguidor de la doctrina del famoso Ramakrishna (1834-1886) , uno de los tres grandes filósofos que contribuyeron con su legado al renacimiento del hinduismo en el siglo XIX en la India ( los otros dos grandes fueron Vivekananda y Sarasvati). Esta doctrina de un carácter ´ práctico "y "aplicado " perseguía el objetivo de adecuar la filosofía hinduista a los cambios sociales y políticos que tenían lugar en la India en defensa del desarrollo de una moral social moderna adecuada con las necesidades del gigante asiático. Los últimos días de su vida los paso el poeta recogido en su ashram(refugio espiritual) , donde enseñaba a sus discípulos sus conceptos de la justicia y la libertad. Apesadumbrado por la prematura muerte de su esposa, la humillación a que era sometido su país, recurrió a este aislamiento para contribuir plenamente a la educación y formación de nuevas generaciones de hijos del gran país asiático.
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viernes, 30 de marzo de 2007
sábado, 24 de marzo de 2007
Enrique Alarcón - Kant
Enrique Alarcón
SUJETO Y TIEMPO EN LA 'CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA'
"Anuario Filosófico" 20/1 (1987) 199-206
La creciente relevancia que el tiempo adquiere en el desarrollo de la Metafísica moderna y contemporánea ha sido destacada a menudo. Ciertamente, el devenir es un tema radicalmente planteado desde Parménides y Heráclito, mas el cogito cartesiano abre una perspectiva al problema obviamente innovadora en cuanto que implica poner el fundamento en el sujeto: concretamente, en el presente de la presencia. El fluctuante testimonio de los sentidos -la temporalidad de la presencia- es superado por recurso a lo formalmente necesario. Mas esto sólo se da ante la presencia mental. La consistencia sustancial, de este modo, se enraiza en el aparecer. Desde aquí, ya en Locke, la duración es desvinculada de la realidad para ser constituida por el presente de la imaginación. Berkeley no hará sino derribar el precario estatuto de la sustancia que aún restaba, explicitando la fundación de toda realidad en el presente mental. Hume, por último, plenamente coherente con la deriva del pensamiento racionalista, subordinará la consistencia aún concedida al sujeto -lo permanente en el tiempo- al devenir de la presencia, que no se da sino en plena simultaneidad con el devenir de lo real.
La reducción humeana de la presencia y, con ella, de lo real a acontecimiento establece un mundo de variación absoluta. Precisamente porque el mundo de la Filosofía Moderna es un mundo de estricta contemporaneidad -de presente como presencia en el ahora- Hume rompe la atemporal necesidad cartesiana. La coherente progresión de la Filosofía Moderna viene a negar en último extremo la misma sucesión temporal precisamente por establecer como fundamento la presencia mental. En rigor, aunque Hume hable de presencia y posterioridad en la cadena causal, ni hay propiamente cadena ni estrictamente cabe hablar de antes o después. Como Kant determinó certeramente -y no sin laconismo-, la fundamentación de la temporalidad en la presencia de lo empírico destruye a la misma sucesión temporal: "nuestra aprehensión de lo diverso del fenómeno es siempre sucesiva y, consiguientemente, cambiante. Por medio de ella sola nunca podemos, pues, determinar si tal diversidad, en cuanto objeto de la experiencia, es simultáneamente o sucesiva " (1).
Si bien la presencia empírica no es condición suficiente para fundar la sucesión temporal según Kant, esto no implica que el regiomontano rechace el criterio de experiencia. En efecto: la indiscernibilidad posicional de los instantes considerados en su puro variar implícita en la crítica citada de Kant a Hume ya había sido señalada por Leibniz contra Clarke (2). Ahora bien, en Leibniz verdad y acontecimiento son unidos en la mónada. La misma energeia sustancial que funda la variedad temporal es fundamentada a su vez en una razón suficiente. Mas, como certeramente fue señalado por Kant, "Leibniz se limitó a comparar entre sí todas las cosas por medio de conceptos. Naturalmente, descubrió que no había más diferencias que aquellas por medio de las cuales el entendimiento distingue sus conceptos unos de otros" (3). De este modo, "no consideró como originarias las condiciones de la intuición sensible, las cuales llevan consigo sus propias diferencias " (4). Como Hume puso de manifiesto, las razones no dan razón del acontecer y, si bien es cierto que la fundamentación del sucederse temporal no puede basarse en la mera presencia del empírico, no es menos verdadero que el conocimiento sensible es condición de posibilitad del conocimiento de la diversidad en el tiempo.
Para completar -al menos en lo que ahora nos atañe- esta breve exposición del problema del sujeto en la constitución de la temporalidad que se plantea en la Filosofía Moderna precrítica, hemos de señalar tan sólo que, aceptando la verdad de la Física de Newton, Kant habría de fundar el carácter absoluto de la temporalidad como condición de posibilidad de la perfecta mensurabilidad del movimiento. Hasta aquí, por tanto, el planteamiento del problema que la Crítica de la Razón Pura intentará resolver. Un planteamiento en el que el sujeto y el tiempo aparecen íntimamente ligados.
Esta ligazón se muestra patentemente en la Crítica. En efecto, tanto el tiempo como la unidad sintética originaria de apercepción aparecen como la unidad de cierta diversidad. La forma del sentido interno unifica en una representación -y en la conciencia de la misma- a la variedad de representaciones empíricas de dicho sentido interno (5). Por su parte, la unidad de apercepción sintetiza en la identidad del sujeto a la diversidad de la conciencia empírica que acompaña a aquélla de las representaciones (6). Si por la unificación en la intuición temporal posibilito evitar lo cambiante de la aprehensión de lo diverso del fenómeno y establecer en su unidad las diversas determinaciones temporales (7), paralelamente mediante la unidad sintética de apercepción evito lo abigarrado y disperso del yo meramente empírico para abarcar en una identidad subjetiva de conciencia dicha diversidad del yo dado en la intuición (8). De este modo, Kant intenta superar la crítica de Hume estableciendo a la identidad del sujeto y al tiempo único como condiciones de posibilidad de las representaciones que les corresponden. Mas el precio de dicho intento es que tanto el sujeto como el tiempo no sean percibidos en sí mismos (9).
Precisamente el paralelismo entre sujeto y tiempo que he pretendido mostrar en la tentativa kantiana de superar la crítica de Hume vuelve a mostrarse en el modo como la Crítica de la Razón Pura hace aparecer al sujeto y a la temporalidad en el conocimiento. En efecto, ambos vienen expresados en la permanencia de la sustancia. Ésta, en cuanto permanente, "es el sustrato de la representación empírica del tiempo mismo (...). Como constante correlato de toda existencia de los fenómenos, de todo cambio y de toda concomitancia, la permanencia expresa el tiempo" (10). El tiempo, por tanto, viene expresado por la sustancia, pero también el sujeto. Así será afirmado por Kant en su Reflexión 5654: "estamos en relación con cosas fuera de nosotros y nos contemplamos en ellas; y el ser-fuera-de-nosotros conduce a una existencia no sujeta a cambio alguno, a saber, el ser-permanente". Como ha señalado Kaulbach (11), "el yo pienso representa en esta cosa supuesta e idéntica -que en el juicio se denomina sujeto- su propia identidad como la del sujeto". Y, prosigue el mismo autor, "para que el yo pienso pueda llegar a ser consciente de sí mismo como historia de funciones unificantes, tiene que hacerse presente él mismo en la identidad del sujeto como tal (...), es decir, el yo pienso ha de dirigirse al objeto como sustancia". Es más, "la identidad sustancial del objeto (...) debe considerarse como espejo objetivo de la mismidad del yo pienso" (12). Y así, "si la sustancia se considera como espejo en el que se presenta la acción, entonces el yo pienso descubrirá en la sustancia 'actividades' análogas de productividad, similares a las realizadas por él mismo" (13). "Del mismo modo -prosigue Kaulbach- como el yo pienso se extiende en la historia de las síntesis constituyentes de objetos, así reconoce su propio movimiento en la identidad sustancial de su objeto en forma objetiva, en cuanto que éste se extiende como esencia idéntica, en una historia de situaciones múltiples" (14).
Continuando con el referido paralelismo entre sujeto y tiempo, podríamos decir que, así como por la diversidad sucesiva de las partes de tiempo se da la dispersión del yo empírico, en su carencia de relación con la identidad del sujeto, análogamente la sustancia -como elemento permanente del fenómeno- "constituye el sustrato de toda relación de tiempo y, consiguientemente, la condición de posibilidad de toda unidad sintética de las percepciones" (15). Esta confluencia de tiempo y sujeto en la sustancia mantenida por Kant guarda cierto paralelismo con Leibniz. En efecto, si antes caracterizábamos el tiempo y la unidad sintética de apercepción como la unidad de cierta variedad, y vemos que esta síntesis se expresa por la sustancia como permanente, no deja de ser notorio que, para Leibniz, la sustancia sea una multiplicidad en la unidad (16). Tal analogía se hace aún más manifiesta al profundizar en el fundamento de la permanencia constitutiva de la sustancia. Como es sabido, la fuerza es, según Leibniz, el constitutivo de la sustancia (17). Ahora bien, en Kant, "la acción, como criterio empírico suficiente, demuestra la sustancialidad" (18): "las acciones no pueden hallarse (...) en un sujeto que cambie a su vez, ya que entonces necesitaríamos otra acción y otro sujeto que determinaran ese cambio" (19). Desde aquí es significativo que tanto el sujeto como el tiempo se conozcan en un mismo acto.
En efecto, según Kant, no podemos pensar el tiempo sino atendiendo al acto de síntesis de la diversidad mediante el cual, al trazar mentalmente una línea, determinamos sucesivamente el sentido interno; y atendiendo a dicho acto como acto del sujeto y no como determinación de un objeto (20). Paralelamente, concebimos así nuestra propia existencia sucesiva, a saber, mediante la intuición externa, determinando sucesivamente el sentido interno (21), pues la conciencia de la identidad del yo, ya que no tenemos intuición intelectual de nosotros mismos, ha de dársenos en relación con la variedad ofrecida por las representaciones en la intuición, combinando tal diversidad en la conciencia (22). "Así como el tiempo -dirá Kant- contiene la condición sensible a priori de la posibilidad de un avance continuo desde lo que existe hasta lo que sigue, del mismo modo el entendimiento es la condición a priori, gracias a la unidad de apercepción, de la posibilidad de determinar de modo continuo, mediante la serie de causas y efectos, todos los puntos de los fenómenos en ese tiempo" (23).
Es en la síntesis transcendental de tal diversidad en la unidad sintética de apercepción donde tengo conciencia, "no de cómo me manifiesto ni de cómo soy en mí mismo, sino simplemente de que soy" (24). Mas tal conciencia se restringe -tal es el tributo a la crítica de Hume- a la mera facultad de combinación por la misma forma del sentido interno (25), esto es, por "la manera según la cual el sujeto es afectado por su propia actividad, es decir, por el acto de poner su representación y, consiguientemente, por sí mismo" (26). Su condición de posibilidad es la variedad dada en la intuición y la unidad del acto de síntesis del entendimiento "del que es consciente en cuanto tal acto, incluso prescindiendo de la sensibilidad" (27). Tal unidad, pensable en la permanencia de la sustancia, posibilita su vez la pensabilidad del tiempo (28).
De este modo, Kant pretende haber superado la crítica de Hume: en suma, considerando la unidad del acto de determinación del sentido interno como acto del sujeto y no como determinación de un objeto (29), esto es, considerando el acto mismo como trascendiendo la diversidad del objeto por él determinado.
Ahora bien, øes la propuesta kantiana una superación verdadera de la crítica de Hume a una noción de sustancia como sustrato? El intento de superación del proyecto moderno de fundar la sucesión temporal en la presencia -proyecto abortado por Hume-, ese intento verificado en la Crítica de la Razón Pura, es válido tan sólo sobre la base de que "no podemos representarnos nada ligado en el sujeto si previamente no lo hemos ligado nosotros mismos" (30). En esto mismo puede hallarse motivo suficiente para afirmar, con Verneaux (31), que en Kant "hay una petición de principio evidente. El razonamiento es aproximadamente el siguiente. En una representación empírica, distingo la materia y la forma. Llamo materia a la sensación. Por tanto, la forma no es una sensación. Pero la sensación es la representación producida en nosotros por la acción de un objeto. Luego la forma no es producida por el objeto. En consecuencia, reside a priori en el espíritu".
La admisión de tal petición de principio, sin embargo, no implicaría en mi opinión superar la crítica de Hume. En efecto, cabría preguntar -puesto que se pretende fundar la identidad del sujeto y la unidad del tiempo en la unidad del acto de determinación sucesiva del sentido interno- en qué se distingue un acto de determinación sucesiva de una sucesión de actos determinados. Desde el momento en que Kant pretende fundar la sucesión temporal en un único género de actualidad -la de la espontaneidad del entendimiento- tal pregunta carece de respuesta. El mismo Kant se reconoce incapaz de aclarar cómo pensamos lo permanente en el cambio (32) y -consiguientemente, según vimos-, desde aquí, tampoco la identidad del sujeto y ni la misma sucesión temporal. Según Kant, "la acción, como criterio empírico suficiente, demuestra la sustancialidad" (33), pues "las acciones no pueden hallarse (...) en un sujeto que cambie, a su vez, ya que entonces necesitaríamos otra acción y otros sujeto que determinaran ese cambio" (34). Mas es ésta la posición de Hume en último extremo: una posición desde la cual -como advirtió el mismo Kant- sólo cabe el átomo de la presencia, mas no relación temporal alguna, que exige cierta atemporalidad.
El intento moderno de fundamentación de la sucesión temporal en la presencia mental o en el acto espontáneo del sujeto siempre se quiebra precisamente por mantener a este último como fundamento. Desde el sujeto sin más, en efecto, no es posible diferenciar la unidad del acto de su diversidad, pues tal perspectiva no considera la actualidad propia del objeto. Es cierto que -como Kant puso de manifiesto- sólo mediante cierta actualidad atemporal es posible la sucesión en el tiempo. Pero dicha actualidad -la de la sustancia, como Kant también señaló- no puede atribuirse unilateralmente al sujeto, so pena de destruir a la sucesión temporal misma bajo la inexorable crítica de Hume. La afirmación del tiempo exige sostener, con el pensamiento realista clásico, una actualidad no transitiva en la realidad conocida -y no sólo en el sujeto-, desde la cual superar "el fluctuante testimonio de los sentidos".
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NOTAS:
(1) A 182, B 225. Las citas de la primera (A) y segunda (B) edición de la Crítica de la Razón Pura se hacen conforme a la traducción de P. Ribas (Madrid 1978), salvo alguna expresión ocasional.
(2) Cfr. IV Carta a Clarke, 13.
(3) A 270, B 326.
(4) Ibidem. Cfr. a este respecto, Dissertatio, Sect. III, parágrafo 14, nn. 2 y 5.
(5) Cfr. B 136, nota.
(6) Cfr. B 133 ss.
(7) Cfr. A 182, B 225.
(8) Cfr. B 133 ss.
(9) Cfr. B 233; A 354 ss.
(10) A 183, B 226.
(11) Kaulbach, F., El primado de la categoría de sustancia en el programa de la 'lógica trascendental' de Kant. "Anuario Filosófico " 15 (1982) 169.
(12) Ibidem, p. 170.
(13) Ibidem, p. 171.
(14) Ibidem.
(15) A 183, B 226.
(16) Cfr. Leibniz, G. W., Spec. inventor., G VII , p. 317.
(17) Cfr. Idem, Systéme nouveau, G IV, p. 472.
(18) A 205, B 251.
(19) A 205, B 250.
(20) Cfr. B 154 s.
(21) Cfr. B 292.
(22) Cfr. B 135.
(23) A 210 s., B 256.
(24) B 157.
(25) B 158 s.
(26) B 67 s.
(27) B 153.
(28) B 154.
(29) Cfr. B 154 s.
(30) B 130.
(31) Verneaux, R., Crítica de la 'Crítica de la Razón Pura' (Madrid 1978), p. 181.
(32) Cfr. B XLI, nota.
(33) A 205, B 250 s.
(34) A 205, B 250.
SUJETO Y TIEMPO EN LA 'CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA'
"Anuario Filosófico" 20/1 (1987) 199-206
La creciente relevancia que el tiempo adquiere en el desarrollo de la Metafísica moderna y contemporánea ha sido destacada a menudo. Ciertamente, el devenir es un tema radicalmente planteado desde Parménides y Heráclito, mas el cogito cartesiano abre una perspectiva al problema obviamente innovadora en cuanto que implica poner el fundamento en el sujeto: concretamente, en el presente de la presencia. El fluctuante testimonio de los sentidos -la temporalidad de la presencia- es superado por recurso a lo formalmente necesario. Mas esto sólo se da ante la presencia mental. La consistencia sustancial, de este modo, se enraiza en el aparecer. Desde aquí, ya en Locke, la duración es desvinculada de la realidad para ser constituida por el presente de la imaginación. Berkeley no hará sino derribar el precario estatuto de la sustancia que aún restaba, explicitando la fundación de toda realidad en el presente mental. Hume, por último, plenamente coherente con la deriva del pensamiento racionalista, subordinará la consistencia aún concedida al sujeto -lo permanente en el tiempo- al devenir de la presencia, que no se da sino en plena simultaneidad con el devenir de lo real.
La reducción humeana de la presencia y, con ella, de lo real a acontecimiento establece un mundo de variación absoluta. Precisamente porque el mundo de la Filosofía Moderna es un mundo de estricta contemporaneidad -de presente como presencia en el ahora- Hume rompe la atemporal necesidad cartesiana. La coherente progresión de la Filosofía Moderna viene a negar en último extremo la misma sucesión temporal precisamente por establecer como fundamento la presencia mental. En rigor, aunque Hume hable de presencia y posterioridad en la cadena causal, ni hay propiamente cadena ni estrictamente cabe hablar de antes o después. Como Kant determinó certeramente -y no sin laconismo-, la fundamentación de la temporalidad en la presencia de lo empírico destruye a la misma sucesión temporal: "nuestra aprehensión de lo diverso del fenómeno es siempre sucesiva y, consiguientemente, cambiante. Por medio de ella sola nunca podemos, pues, determinar si tal diversidad, en cuanto objeto de la experiencia, es simultáneamente o sucesiva " (1).
Si bien la presencia empírica no es condición suficiente para fundar la sucesión temporal según Kant, esto no implica que el regiomontano rechace el criterio de experiencia. En efecto: la indiscernibilidad posicional de los instantes considerados en su puro variar implícita en la crítica citada de Kant a Hume ya había sido señalada por Leibniz contra Clarke (2). Ahora bien, en Leibniz verdad y acontecimiento son unidos en la mónada. La misma energeia sustancial que funda la variedad temporal es fundamentada a su vez en una razón suficiente. Mas, como certeramente fue señalado por Kant, "Leibniz se limitó a comparar entre sí todas las cosas por medio de conceptos. Naturalmente, descubrió que no había más diferencias que aquellas por medio de las cuales el entendimiento distingue sus conceptos unos de otros" (3). De este modo, "no consideró como originarias las condiciones de la intuición sensible, las cuales llevan consigo sus propias diferencias " (4). Como Hume puso de manifiesto, las razones no dan razón del acontecer y, si bien es cierto que la fundamentación del sucederse temporal no puede basarse en la mera presencia del empírico, no es menos verdadero que el conocimiento sensible es condición de posibilitad del conocimiento de la diversidad en el tiempo.
Para completar -al menos en lo que ahora nos atañe- esta breve exposición del problema del sujeto en la constitución de la temporalidad que se plantea en la Filosofía Moderna precrítica, hemos de señalar tan sólo que, aceptando la verdad de la Física de Newton, Kant habría de fundar el carácter absoluto de la temporalidad como condición de posibilidad de la perfecta mensurabilidad del movimiento. Hasta aquí, por tanto, el planteamiento del problema que la Crítica de la Razón Pura intentará resolver. Un planteamiento en el que el sujeto y el tiempo aparecen íntimamente ligados.
Esta ligazón se muestra patentemente en la Crítica. En efecto, tanto el tiempo como la unidad sintética originaria de apercepción aparecen como la unidad de cierta diversidad. La forma del sentido interno unifica en una representación -y en la conciencia de la misma- a la variedad de representaciones empíricas de dicho sentido interno (5). Por su parte, la unidad de apercepción sintetiza en la identidad del sujeto a la diversidad de la conciencia empírica que acompaña a aquélla de las representaciones (6). Si por la unificación en la intuición temporal posibilito evitar lo cambiante de la aprehensión de lo diverso del fenómeno y establecer en su unidad las diversas determinaciones temporales (7), paralelamente mediante la unidad sintética de apercepción evito lo abigarrado y disperso del yo meramente empírico para abarcar en una identidad subjetiva de conciencia dicha diversidad del yo dado en la intuición (8). De este modo, Kant intenta superar la crítica de Hume estableciendo a la identidad del sujeto y al tiempo único como condiciones de posibilidad de las representaciones que les corresponden. Mas el precio de dicho intento es que tanto el sujeto como el tiempo no sean percibidos en sí mismos (9).
Precisamente el paralelismo entre sujeto y tiempo que he pretendido mostrar en la tentativa kantiana de superar la crítica de Hume vuelve a mostrarse en el modo como la Crítica de la Razón Pura hace aparecer al sujeto y a la temporalidad en el conocimiento. En efecto, ambos vienen expresados en la permanencia de la sustancia. Ésta, en cuanto permanente, "es el sustrato de la representación empírica del tiempo mismo (...). Como constante correlato de toda existencia de los fenómenos, de todo cambio y de toda concomitancia, la permanencia expresa el tiempo" (10). El tiempo, por tanto, viene expresado por la sustancia, pero también el sujeto. Así será afirmado por Kant en su Reflexión 5654: "estamos en relación con cosas fuera de nosotros y nos contemplamos en ellas; y el ser-fuera-de-nosotros conduce a una existencia no sujeta a cambio alguno, a saber, el ser-permanente". Como ha señalado Kaulbach (11), "el yo pienso representa en esta cosa supuesta e idéntica -que en el juicio se denomina sujeto- su propia identidad como la del sujeto". Y, prosigue el mismo autor, "para que el yo pienso pueda llegar a ser consciente de sí mismo como historia de funciones unificantes, tiene que hacerse presente él mismo en la identidad del sujeto como tal (...), es decir, el yo pienso ha de dirigirse al objeto como sustancia". Es más, "la identidad sustancial del objeto (...) debe considerarse como espejo objetivo de la mismidad del yo pienso" (12). Y así, "si la sustancia se considera como espejo en el que se presenta la acción, entonces el yo pienso descubrirá en la sustancia 'actividades' análogas de productividad, similares a las realizadas por él mismo" (13). "Del mismo modo -prosigue Kaulbach- como el yo pienso se extiende en la historia de las síntesis constituyentes de objetos, así reconoce su propio movimiento en la identidad sustancial de su objeto en forma objetiva, en cuanto que éste se extiende como esencia idéntica, en una historia de situaciones múltiples" (14).
Continuando con el referido paralelismo entre sujeto y tiempo, podríamos decir que, así como por la diversidad sucesiva de las partes de tiempo se da la dispersión del yo empírico, en su carencia de relación con la identidad del sujeto, análogamente la sustancia -como elemento permanente del fenómeno- "constituye el sustrato de toda relación de tiempo y, consiguientemente, la condición de posibilidad de toda unidad sintética de las percepciones" (15). Esta confluencia de tiempo y sujeto en la sustancia mantenida por Kant guarda cierto paralelismo con Leibniz. En efecto, si antes caracterizábamos el tiempo y la unidad sintética de apercepción como la unidad de cierta variedad, y vemos que esta síntesis se expresa por la sustancia como permanente, no deja de ser notorio que, para Leibniz, la sustancia sea una multiplicidad en la unidad (16). Tal analogía se hace aún más manifiesta al profundizar en el fundamento de la permanencia constitutiva de la sustancia. Como es sabido, la fuerza es, según Leibniz, el constitutivo de la sustancia (17). Ahora bien, en Kant, "la acción, como criterio empírico suficiente, demuestra la sustancialidad" (18): "las acciones no pueden hallarse (...) en un sujeto que cambie a su vez, ya que entonces necesitaríamos otra acción y otro sujeto que determinaran ese cambio" (19). Desde aquí es significativo que tanto el sujeto como el tiempo se conozcan en un mismo acto.
En efecto, según Kant, no podemos pensar el tiempo sino atendiendo al acto de síntesis de la diversidad mediante el cual, al trazar mentalmente una línea, determinamos sucesivamente el sentido interno; y atendiendo a dicho acto como acto del sujeto y no como determinación de un objeto (20). Paralelamente, concebimos así nuestra propia existencia sucesiva, a saber, mediante la intuición externa, determinando sucesivamente el sentido interno (21), pues la conciencia de la identidad del yo, ya que no tenemos intuición intelectual de nosotros mismos, ha de dársenos en relación con la variedad ofrecida por las representaciones en la intuición, combinando tal diversidad en la conciencia (22). "Así como el tiempo -dirá Kant- contiene la condición sensible a priori de la posibilidad de un avance continuo desde lo que existe hasta lo que sigue, del mismo modo el entendimiento es la condición a priori, gracias a la unidad de apercepción, de la posibilidad de determinar de modo continuo, mediante la serie de causas y efectos, todos los puntos de los fenómenos en ese tiempo" (23).
Es en la síntesis transcendental de tal diversidad en la unidad sintética de apercepción donde tengo conciencia, "no de cómo me manifiesto ni de cómo soy en mí mismo, sino simplemente de que soy" (24). Mas tal conciencia se restringe -tal es el tributo a la crítica de Hume- a la mera facultad de combinación por la misma forma del sentido interno (25), esto es, por "la manera según la cual el sujeto es afectado por su propia actividad, es decir, por el acto de poner su representación y, consiguientemente, por sí mismo" (26). Su condición de posibilidad es la variedad dada en la intuición y la unidad del acto de síntesis del entendimiento "del que es consciente en cuanto tal acto, incluso prescindiendo de la sensibilidad" (27). Tal unidad, pensable en la permanencia de la sustancia, posibilita su vez la pensabilidad del tiempo (28).
De este modo, Kant pretende haber superado la crítica de Hume: en suma, considerando la unidad del acto de determinación del sentido interno como acto del sujeto y no como determinación de un objeto (29), esto es, considerando el acto mismo como trascendiendo la diversidad del objeto por él determinado.
Ahora bien, øes la propuesta kantiana una superación verdadera de la crítica de Hume a una noción de sustancia como sustrato? El intento de superación del proyecto moderno de fundar la sucesión temporal en la presencia -proyecto abortado por Hume-, ese intento verificado en la Crítica de la Razón Pura, es válido tan sólo sobre la base de que "no podemos representarnos nada ligado en el sujeto si previamente no lo hemos ligado nosotros mismos" (30). En esto mismo puede hallarse motivo suficiente para afirmar, con Verneaux (31), que en Kant "hay una petición de principio evidente. El razonamiento es aproximadamente el siguiente. En una representación empírica, distingo la materia y la forma. Llamo materia a la sensación. Por tanto, la forma no es una sensación. Pero la sensación es la representación producida en nosotros por la acción de un objeto. Luego la forma no es producida por el objeto. En consecuencia, reside a priori en el espíritu".
La admisión de tal petición de principio, sin embargo, no implicaría en mi opinión superar la crítica de Hume. En efecto, cabría preguntar -puesto que se pretende fundar la identidad del sujeto y la unidad del tiempo en la unidad del acto de determinación sucesiva del sentido interno- en qué se distingue un acto de determinación sucesiva de una sucesión de actos determinados. Desde el momento en que Kant pretende fundar la sucesión temporal en un único género de actualidad -la de la espontaneidad del entendimiento- tal pregunta carece de respuesta. El mismo Kant se reconoce incapaz de aclarar cómo pensamos lo permanente en el cambio (32) y -consiguientemente, según vimos-, desde aquí, tampoco la identidad del sujeto y ni la misma sucesión temporal. Según Kant, "la acción, como criterio empírico suficiente, demuestra la sustancialidad" (33), pues "las acciones no pueden hallarse (...) en un sujeto que cambie, a su vez, ya que entonces necesitaríamos otra acción y otros sujeto que determinaran ese cambio" (34). Mas es ésta la posición de Hume en último extremo: una posición desde la cual -como advirtió el mismo Kant- sólo cabe el átomo de la presencia, mas no relación temporal alguna, que exige cierta atemporalidad.
El intento moderno de fundamentación de la sucesión temporal en la presencia mental o en el acto espontáneo del sujeto siempre se quiebra precisamente por mantener a este último como fundamento. Desde el sujeto sin más, en efecto, no es posible diferenciar la unidad del acto de su diversidad, pues tal perspectiva no considera la actualidad propia del objeto. Es cierto que -como Kant puso de manifiesto- sólo mediante cierta actualidad atemporal es posible la sucesión en el tiempo. Pero dicha actualidad -la de la sustancia, como Kant también señaló- no puede atribuirse unilateralmente al sujeto, so pena de destruir a la sucesión temporal misma bajo la inexorable crítica de Hume. La afirmación del tiempo exige sostener, con el pensamiento realista clásico, una actualidad no transitiva en la realidad conocida -y no sólo en el sujeto-, desde la cual superar "el fluctuante testimonio de los sentidos".
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NOTAS:
(1) A 182, B 225. Las citas de la primera (A) y segunda (B) edición de la Crítica de la Razón Pura se hacen conforme a la traducción de P. Ribas (Madrid 1978), salvo alguna expresión ocasional.
(2) Cfr. IV Carta a Clarke, 13.
(3) A 270, B 326.
(4) Ibidem. Cfr. a este respecto, Dissertatio, Sect. III, parágrafo 14, nn. 2 y 5.
(5) Cfr. B 136, nota.
(6) Cfr. B 133 ss.
(7) Cfr. A 182, B 225.
(8) Cfr. B 133 ss.
(9) Cfr. B 233; A 354 ss.
(10) A 183, B 226.
(11) Kaulbach, F., El primado de la categoría de sustancia en el programa de la 'lógica trascendental' de Kant. "Anuario Filosófico " 15 (1982) 169.
(12) Ibidem, p. 170.
(13) Ibidem, p. 171.
(14) Ibidem.
(15) A 183, B 226.
(16) Cfr. Leibniz, G. W., Spec. inventor., G VII , p. 317.
(17) Cfr. Idem, Systéme nouveau, G IV, p. 472.
(18) A 205, B 251.
(19) A 205, B 250.
(20) Cfr. B 154 s.
(21) Cfr. B 292.
(22) Cfr. B 135.
(23) A 210 s., B 256.
(24) B 157.
(25) B 158 s.
(26) B 67 s.
(27) B 153.
(28) B 154.
(29) Cfr. B 154 s.
(30) B 130.
(31) Verneaux, R., Crítica de la 'Crítica de la Razón Pura' (Madrid 1978), p. 181.
(32) Cfr. B XLI, nota.
(33) A 205, B 250 s.
(34) A 205, B 250.
Nietzsche - Texto
HOMERO Y LA FILOLOGÍA CLÁSICA
Friedrich Nietzsche
No existe en nuestro tiempo un estado de opinión concreto y unánime sobre la filología clásica. Tal es el sentir que predomina en los círculos de personas ilustradas, así como entre los jóvenes que se contraen al estudio de esta ciencia. Y la causa estriba en el carácter vario de ella, en la falta de unidad conceptual, en el carácter de agregado inorgánico de las diferentes disciplinas científicas que la componen y que sólo aparecen unidas por el nombre común de filología. Debemos confesar honradamente que la filología vive del crédito de varias ciencias, y es como un elixir extraído de raras semillas, metales y huesos, y que además oculta en sí misma elementos artísticos, estéticos y éticos de carácter imperativo que se resisten obstinadamente a una sistematización científica. Tanto puede ser considerada como un trozo de historia, como un departamento de la ciencia natural o como un trozo de estética: historia, en cuanto quiere reunir en un cuadro general los documentos de determinadas individualidades nacionales y hallar una ley que sintetice el devenir constante de los fenómenos; ciencia natural en cuanto trata de investigar el más profundo de los in tintos humanos: el instinto del lenguaje; estética, por último, porque de la antigüedad general quiere estudiar aquella antigüedad especial llamada Clásica, con el propósito de desenterrar un mundo ideal sepultado, presentando a los contemporáneos el espejo de los clásicos como modelos de eterna actualidad. El hecho de que elementos tan heterogéneos, allegados de distintas ciencias, y de un carácter tan ético como estético hayan sido agrupados bajo un nombre común, constituyendo una especie de monarquía, puede explicarse por la circunstancia de que la filología en sus comienzos, ha sido siempre una disciplina pedagógica. Desde el punto de vista pedagógico se le ofrecían al hombre de ciencia una serie de valores -docentes y de elementos formativos preciosos, y así, bajo la presión de las necesidades prácticas, se ha ido formando esa ciencia, o mejor dicho, esa tendencia científica que llamamos filología.
Las diferentes tendencias fundamentales mencionadas han ido apareciendo en determinadas épocas, más acentuadas unas veces que otras, según el grado de cultura y el desarrollo del gusto de cada período; y también cada uno de los profesionales que con su aportación personal contribuía a la formación de esta ciencia la teñía del color particular de su visión especializada, hasta el extremo de que el concepto de la filología en la opinión pública era en cada momento dependiente y tributarlo del que la cultivaba.
Ahora, es decir, en un tiempo en que cada una de las ramas de la filología ha sido cultivada por una personalidad eminente, reina una general incertidumbre, y a la vez un cierto escepticismo, en los problemas filológicos Esta indecisión de la opinión pública afecta a una ciencia tanto más cuanto que sus enemigos pueden trabajar con mayor éxito. Y los enemigos de la filología son numerosos. ¿Dónde no hallar al sempiterno burlón, apercibido siempre para dar algún alfilerazo al topo filológico, ese ser aficionado a tragarse el polvo de los archivos, a desmenuzar una vez más la gleba triturada cien veces por el arado? Mas para esta clase de adversarios la filología es un pasatiempo inútil, inocente e inofensivo; un objeto de burla, no de odio. En cambio, anida un odio invencible y enconado contra la filología allí dondequiera que el ideal es tenido como tal ideal, allí donde el hombre moderno cae en beata admiración de sí mismo, allí donde la cultura helénica es considerada como un punto de vista superado, y, por lo tanto, indiferente. Frente a estos enemigos, nosotros los filólogos debemos contar con la ayuda de los artistas y de las naturalezas artísticas, únicas que pueden comprender que la espada del bárbaro se cierne siempre sobre aquellas cabezas que tienen todavía ante sus ojos la inefable sencillez y la noble dignidad del helenismo, y que ningún progreso, por brillante que sea, de la técnica y de la industria; ningún reglamento de escuela, por muy acompasado que esté a los tiempos; ninguna formación política de la masa, por extendida que esté, nos puede proteger contra los ridículos y bárbaros extravíos del gusto ni de la destrucción del clasicismo por la terrible cabeza de la Gorgona.
Mientras que la filología, como ciencia una, es vista con malos ojos por las dos clases citadas de enemigos, hay, en cambio, muchas animosidades de carácter particular procedentes de la filología misma. Son estas luchas de filólogos contra filólogos rivalidades de índole puramente doméstica, provocadas por una estúpida cuestión de rango por celos recíprocos, pero, sobre todo, por la ya referida diferencia, y aun podremos decir que enemistad, de las distintas tendencias todavía no armonizadas que se agitan, mal disimuladas, bajo el nombre de filología.
La ciencia tiene de común con las artes que una y otras ven los hechos cotidianos de una manera completamente nueva y atractiva, como traídas a la existencia por arte de encantamiento, como vistas por primera vez. La vida es digna de ser vivida, dice el arte; la vida es digna de ser estudiada, dice la ciencia. Esta contraposición nos revela la íntima y a menudo desgarradora contradicción contenida en el concepto de nuestra ciencia y, por consiguiente, en la ciencia misma: en la filología clásica. Si nos colocamos frente a la antigüedad desde un punto de vista científico, ya sea que contemplemos los hechos con los ojos del historiador tratando de reducirlos a concepto, ya sea que, como el naturalista, comparemos las formas lingüísticas de las obras maestras antiguas, tratando de someterlas a una ley morfológica, siempre perderemos aquel aroma maravilloso del ambiente clásico, siempre olvidaremos aquel anheloso afán que sólo nuestro instinto estético puede descubrir en las obras griegas. Y aquí debemos poner atención en una de las animosidades más extrañas que la filología tiene que soportar. Aludimos a aquellos con cuya ayuda más parecía que podíamos contar: los amigos artísticos de la antigüedad, los ardientes admiradores de la belleza helénica, que son los que elevan la voz precisamente para acusar a los filólogos de ser los enemigos y destructores de la antigüedad y del ideal antiguo. A los filólogos reprochaba Schiller el haber destrozado la corona de Homero. Goethe, que primeramente fue partidario de las teorías de Wolff, anuncié su decadencia en estos versos,
Vuestra perspicacia, digna de vos, nos ha eximido de toda veneración, y confesamos, generosamente, que la Ilíada es un zurcido. Que a nadie lastime nuestra defección. La juventud sabe de sobra que nosotros la sentimos y pensamos como un todo.
Se supone que en favor de este iconoclasticismo militan profundas razones, y muchos dudan si es que los filólogos en general carecen de capacidad y de sensibilidad artística, siendo incapaces de comprender el ideal, o si en ellos el espíritu de negación les hace seguir una tendencia destructiva. Pero cuando los mismos amigos de la antigüedad clásica ponen en duda el carácter general de la filología clásica contemporánea con tales recelos y dudas, ¿qué influjo no ejercerán los ex abruptos de los realistas y las frases de los héroes del día? Contestar a los últimos, y en este lugar, en presencia de las personas aquí congregadas, sería inoportuno , como no se me permita dirigirles la pregunta hecha a aquel sofista que en Esparta trató de hacer en público la defensa de Hércules: ¿Quién le acusa? En cambio, no puedo sustraerme a la idea de que también en este círculo de personas hallan eco algunas veces aquellas objeciones que salen con frecuencia de boca de hombres distinguidos e ilustres y que hasta han hecho mella en el ánimo de un honorable filólogo, abatiendo y atormentando su espíritu, y no precisamente en los momentos de depresión. Para los individuos no hay salvación ante el divorcio descrito; pero lo que afirmarnos y sostenemos es el hecho de que la filología clásica, en su totalidad, en su conjunto, no tiene nada que ver con estas luchas y escrúpulos de sus cultivadores. Los esfuerzos artístico‑científicos de estos singulares centauros se dirigen con empeño furioso, pero con lentitud ciclópea a colmar el abismo abierto entre la antigüedad ideal, que quizás es sólo la más bella floración de la pasión germánica por el mediodía, y la real; y con ello la filología clásica no persigue otra cosa que la definitiva integración de su propia esencia, el desarrollo y unidad de sus tendencias fundamentales, al comienzo enemigas y sólo unidas por la fuerza. Aunque consideremos el fin como inaccesible, aunque lo tengamos por una exigencia ilógica, el esfuerzo, el movimiento hecho hacia dicho punto es innegable, y yo intentaría hacer patente, por un ejemplo, que el paso mas importante de la filología clásica nos ha de acercar a la antigüedad ideal en vez de desviarnos de ella, y que justamente allí donde abusivamente se habla de destrucción del sagrario es donde se construyen y elevan nuevos altares. Examinemos, pues, desde este punto de vista la llamada cuestión homérica, de cuyo problema más importante ha hablado Schiller como de una barbarie erudita.
A este problema importantísimo está ligada la cuestión de la personalidad de Homero.
Pero en el presente se oye afirmar con insistencia que la cuestión de la personalidad de Homero ya no es actual y es cosa aparte de la verdadera cuestión homérica. Ahora bien, hay que convenir en que para un período de tiempo determinado por ejemplo, para nuestro presente filológico, el centro de la mencionada cuestión se puede separar un poco del problema de la personalidad: actualmente se hace el delicado experimento de reconstruir los poemas homéricos sin ayuda de la personalidad de su autor, sino como la obra de muchas personas. Pero cuando el centro de una cuestión científica se encuentra allí donde surgen nuevas corrientes de ideas, es decir, en el punto en que la investigación especial toma contacto con la vida total de la ciencia, por consiguiente, cuando se señala el centro de una determinación histórico-cultural de valores, debe uno detenerse en el recinto de las investigaciones homéricas, como núcleo fecundo de todo un cielo de cuestiones. En cuanto a Homero, no diré que el mundo moderno ha encontrado, pero sí que ha intentado hallar un gran punto de vista histórico; y sin adelantar yo aquí mi opinión sobre si esta tentativa ha tenido éxito o lo ha de tener, diré que el primer ejemplo de la aplicación de dicho criterio, lo teníamos ya.
Se ha sabido advertir en las formas aparentemente firmes de la vida de pueblos antiguos ideas poéticas condensadas; se ha reconocido por primera vez la maravillosa capacidad del alma de los pueblos para personalizar estados de costumbres y de creencias. Una vez que la crítica histórica se adueñó con perfecta seguridad de ese método que consiste en volatilizar las personalidades aparentemente concretas, es lícito señalar el primer experimento como un importante acontecimiento en la historia de las ciencias, con independencia de si en este caso se ha acertado.
No es este el único caso en que un hallazgo que hace época va precedido de una serie de previsiones casuales y de observaciones aisladas preparatorias. También el citado experimento tiene su atractiva prehistoria, pero en un tiempo pasmosamente lejano. Friedrich August Wolff ha tenido el tino de abordar la cuestión fundamental de la antigüedad. El punto culminante alcanzado por los estudios literarios de los griegos, y también el centro de los mismos, fue la época de los grandes gramáticos alejandrinos. Hasta este punto la cuestión homérica ha recorrido la larga cadena de un proceso uniforme de desarrollo, cuyo último eslabón, el último también que a la antigüedad le era dado alcanzar, fue el punto de vista de los gramáticos. Estos concebían la Ilíada o la Odisea como creaciones de un Homero: declaraban como posible psicológicamente que obras de tan diferente carácter en su conjunto hubieran brotado de un genio en oposición a los iorizontes que las atribuían a individuos aislados y contingentes. Para explicar la diferente impresión total de las dos epopeyas por medio de la hipótesis de un poeta se acudía a la edad y se comparaba al autor de la Odisea con el sol que se pone. Por lo que respecta a la diversidad de las expresiones lingüísticas y conceptuales, el ojo de aquellos críticos demostraba inagotable agudeza y vigilancia; pero al mismo tiempo se había inventado una historia de la poesía homérica y de su tradición, según la cual estas diversidades no debían atribuirse a Homero, sino a sus redactores y cantores. Se creyó que las poesías de Homero se transmitieron durante mucho tiempo oralmente y que, en consecuencia, estuvieron expuestas a la ignorancia de los improvisadores y a la falta de memoria de los cantores.
En una determinada fecha, en tiempo de Pisistrato, habrían sido coleccionados en un libro los fragmentos que vivían en boca de la gente; pero los redactores estuvieron autorizados para introducir correcciones. Esta hipótesis es la más importante que ha mostrado la antigüedad en el terreno de los estudios literarios; en particular, el reconocimiento de una difusión oral de la poesía de Homero, en oposición a la habitual presión de la creencia en una época libresca, es un punto culminante digno de admiración de la antigua mentalidad científica. Desde aquellos tiempos hasta los de Friedrich August Wolff hay que dar un monstruoso salto en el vacío; pero del otro lado de este límite hallaremos la investigación justamente en el punto exacto en que la antigüedad había encontrado su fuerza para caminar; y es indiferente que Wolff tome como segura tradición lo que la antigüedad misma había establecido como hipótesis. Como característico de esta hipótesis, se puede señalar el hecho de que se tome la personalidad de Homero en el más serio sentido, que se supongan la regularidad y armonía interior en las manifestaciones de la personalidad en todas las partes, y que por medio de dos hipótesis auxiliares se desecha como no homérico todo lo que contradice esta regularidad. Pero este mismo rasgo fundamental, el querer reconocer, en vez de una esencia sobrenatural, una personalidad palpable, corre igualmente por todos aquellos estadios que llevan a dicho punto culminante, y por cierto con mayor energía y con creciente evidencia cada vez. Lo individual es siempre más fuertemente sentido y acentuado: la posibilidad psicológica de un Homero se hace cada vez más necesaria. Si desde aquel punto culminante volvemos atrás paso a paso, encontramos luego la concepción aristotélica del problema homérico. Para Aristóteles es el artista inmaculado e infalible que tiene perfecta conciencia de sus medios y de sus fines; con esto se revela también en la ingenua inclinación a aceptar la opinión del pueblo que adjudicaba a Homero el origen de todos los poemas cómicos, un punto de vista contrario a la tradición oral en la crítica histórica. Y si de Aristóteles volvemos hacia atrás, se cuenta la incapacidad de concebir una personalidad; constantemente se van amontonando poesías bajo el nombre de Homero, y cada época manifiesta su grado de crítica precisamente en la determinación de lo que se debe considerar propiamente de Homero. En este lento retroceder se siente involuntariamente que más allá de Heródoto hay un período en el que se identificó con el nombre de Homero una multitud de grandes epopeyas.
Si nos trasladamos al tiempo dé Pisistrato, entonces la palabra Homero abarca una multitud de cosas heterogéneas. ¿Qué significaba entonces Homero? Es indudable que entonces no se estaba en situación de abarcar científicamente una personalidad y sus manifestaciones. Homero había llegado a ser casi una cáscara vacía. Y ahora se yergue ante nosotros la importante pregunta: ¿Qué hay antes de ese período? ¿Acaso la personalidad de Homero llegó poco a poco, por no poder concebirla, a ser un nombre vacío? ¿O el pueblo ingenuo personificó toda la poesía épica, para hacerla intuitiva, en la figura de Homero? ¿Acaso se hizo de una persona un concepto, o de un concepto una persona? Esta es realmente la cuestión homérica, aquel problema central de personalidad.
La dificultad de resolverla aumenta cuando se busca una contestación desde otro terreno, es decir, desde el punto de vista de la poesía conservada. Así como hoy es difícil y cuesta mucho trabajo cuando se trata de hacer patente el paradojismo de la ley de la gravitación, concebir que la tierra altera la forma de su movimiento cuando otro cuerpo celeste cambia de lugar en el espacio, sin que entre los dos exista un lazo material, así también cuesta hoy fatiga llegar a la perfecta impresión de aquel asombroso problema, que andando de mano en mano herido perdiendo progresivamente su sello de origen. Creaciones poéticas, para rivalizar con las cuales ha faltado el ánimo a los más grandes genios, en las cuales hemos visto insuperados modelos para todas las épocas artísticas, y, sin embargo, su autor un nombre vacío, quebradizo, en el cual no se encuentra la médula de una personalidad. Pues ¿quién se atrevería a luchar con dioses, a luchar con el Uno?; dijo el mismo Goethe, el cual, si ha habido algún genio que lo haya intentado, es el que ha luchado con aquel secreto problema de la inaccesibilidad homérica.
El concepto de poesía popular parece ser como un puente echado sobre este abismo: una fuerza más poderosa y primitiva que la de cualquier individuo creador habría obrado aquí; el pueblo más venturoso en su más feliz período, en la suprema actividad de la fantasía y de la fuerza poética creadora, habría engendrado aquellos imponderables poemas. En esta su generalización, la idea de una poesía popular tiene algo de embriagadora; sentimos el desencadenamiento de una facultad natural amplia y poderosa, de gusto artístico, y experimentamos ante este fenómeno la misma sensación que ante una catarata. Pero en cuanto nos adentramos en este pensamiento y queremos contemplarlo de hito en hito, colocamos involuntariamente, en lugar del alma popular poetizante, una masa popular poetizante, una larga serie de poetas populares, ante los cuales lo individual no significa nada, y en la que lo es todo el impulso del alma popular, la fuerza intuitiva de la ubre popular, la inagotable abundancia de la fantasía del pueblo: una serie de genios primitivos, pertenecientes a una época, a un género de poesía, a un asunto.
Pero es natural que esta idea suscite recelos: la naturaleza, que tan avara se muestra con el genio, ese producto raro y precioso, ¿podría haber sido pródiga hasta la locura en un determinado momento? Y aquí vuelve otra vez la temible pregunta: ¿No es explicable también aquella perfección con la hipótesis de un genio único? Imposible, tratándose de la obra en su totalidad, dice uno de los partidos; esto será aquí y allá verosímil en algunos pasajes, pero en el detalle, no en el todo. En cambio, otro partido recaba para sí la autoridad de Aristóteles, que precisamente admiraba la naturaleza divina de Homero, contemplando las líneas generales, la idea, el conjunto; cuando estas líneas flaquean y se borran, la culpa es de la tradición, no del poeta; la culpa la tienen la multitud de correcciones y superfetaciones que han ido velando paulatinamente el núcleo originario. Y cuantas más desigualdades, contradicciones y extravíos busca y, encuentra el primer partido, tanto más decididamente rechaza el segundo lo que en su sentir oscureció el plan originario para llegar a precisar en lo posible el fruto primitivo desprovisto de su cáscara secular. Es característico de la segunda tendencia hacerse fuerte en la idea de un genio epónimo, fundador de la gran épica artística. En cambio, la otra oscila entre la admisión de un genio y un número de poetas menores epígonos y la de una serie de hábiles, pero medianas individualidades juglarescas, animadas por una secreta corriente, por un profundo sentimiento artístico popular, que se habría manifestado en los cantores individuales como en un medio casi indiferente. Es natural que esta escuela alegue la incomparable excelencia de los poemas homéricos como la expresión de aquel secreto instinto.
Todas estas tendencias parten de la idea de que la clave para resolver el problema del contenido actual de aquellos poemas épicos es un juicio estético: se quiere llegar a una solución fijando la línea límite que separa al individuo genial del alma poética de un pueblo. ¿Existe una diferencia característica entre las manifestaciones del individuo genial y el alma poética de un pueblo?
Ahora bien; esta contraposición no está justificada y conduce a errores. Así lo demuestra la siguiente consideración. No hay en la estética moderna contraposición más peligrosa que la de la poesía popular y poesía individual, o, como se suele decir, poesía artística (Kunstdichtung). Esta es la reacción, o, si se quiere, la superstición, que la aparición de la ciencia histórico filológica, tan rica en consecuencias, trajo consigo: el descubrimiento y dignificación del alma popular. En efecto, sólo ella pudo preparar el terreno para una consideración científica aproximativa de la historia, que hasta entonces, y en muchas de sus formas, era una simple colección de materiales, en espera de que estos materiales se amontonaran hasta el infinito, sin creer que se podría llegar nunca a encontrar una ley y una regla para esta pulsación eternamente renovada. Ahora se comprende por primera vez el poder largo tiempo sentido de las grandes individualidades y de las manifestaciones de voluntad que constituyen el míninum evanescente de la Humanidad; ahora se comprende que toda verdadera grandeza y trascendencia en el reino de la voluntad no puede tener sus raíces en el fenómeno efímero y pasajero de una voluntad particular; se conciben los instintos de la masa, el impulso inconsciente del pueblo corno el único resorte, como la única palanca de la llamada historia del mundo. Pero esta nueva antorcha lanza también sus sombras, y una de éstas es precisamente la mencionada superstición, que opone la poesía popular a la poesía individual, extendiendo de una manera peligrosa el oscuro concepto de un alma popular hasta el de un espíritu popular. Por el abuso de una conclusión positivamente seductora lograda por el método analógico se llegó a aplicar al reino del intelecto y de las ideas artísticas aquel axioma de las grandes individualidades que sólo tiene su valor en el reino de la voluntad. Nunca se le ha dirigido a la masa inestética y antifilosófica mayor lisonja que ésta, poniendo la guirnalda del genio sobre su pelada testa. Se supone una especie de pequeño núcleo, alrededor del cual se van formando nuevas cortezas superpuestas; se imagina que esta poesía de las masas se va formando como los aludes, es decir, en el curso, en el flujo de la tradición. Y se complacen en suponer aquel pequeño germen infinitamente pequeño, hasta el punto de poder prescindir de él sin perder nada del conjunto. Para esta concepción la tradición es lo mismo que lo transmitido.
Pero, en realidad, no existe tal oposición entre la poesía del pueblo y la poesía individual; más bien toda poesía, y, naturalmente, también la poesía popular, necesita un individuo que la transmita. Por consiguiente, aquella abusiva contraposición sólo tiene un sentido: que con el nombre de poesía individual se comprende una poesía que no ha nacido en el suelo del sentimiento popular, sino que se remonta a un creador no plebeyo, y a una atmósfera no plebeya, y a una poesía fechada en el estudio de un hombre ilustrado.
Con la superstición que admite una masa poeta anda emparentada la que limita la poesía popular a un determinado período en cada pueblo, período a partir del cual se extingue como consecuencia natural de aquella primera superstición. En lugar de esta poesía popular paulatinamente extinguida, nace, según esta hipótesis, la poesía artística (la obra de cerebros particulares, no ya de grandes masas). Pero las mismas fuerzas que antes estaban en actividad siguen actuando aún, y la forma en que se modelan es también la misma. El gran poeta de una época literaria es siempre un poeta popular, y no lo es menos que cualquier viejo poeta del pueblo en un período literario. La única diferencia entre ambos no afecta a la manera de surgir su poesía, es decir, por la propagación y difusión; en una palabra, por la tradición. En efecto, ésta, sin el socorro de la letra encadenadora, se halla en eterno flujo y expuesta al peligro de admitir dentro de sí elementos extraños, restos de aquellas individualidades, a través de las cuales sigue el camino de la tradición.
Si aplicarnos todos estos principios a los poemas homéricos, veremos que con la teoría de un alma popular poetizante no salimos ganando nada, y que en todo caso tenemos que recurrir al individuo creador. Y entonces comienza la tarea de cantar lo individual y distinguirlo exactamente de aquello que en el curso de la tradición oral ha sido, por decirlo así, embalsado, parte constitutiva considerablemente importante de los poemas homéricos.
Desde que la historia de la literatura ha cesado de ser o de necesitar ser un registro se ha intentado apresar y definir la individualidad de los poetas. El método trae consigo un cierto mecanismo: debe declararse, debe razonarse, por qué aquella individualidad se muestra de un modo y no de otro. Entonces se utilizan los datos biográficos, los conocimientos, los acontecimientos de la época, y se cree que de la mezcla de todos estos ingredientes saldrá la buscada personalidad del poeta. Desgraciadamente, se olvida que precisamente el punto huidizo, lo individual indefinible, no puede salir de esta mezcla. Y cuanto menos nos elevamos sobre el tiempo y la vida, menos útil nos resulta dicho mecanismo. Cuando sólo se poseen las obras y el nombre, estamos desprovistos de la prueba de la individualidad; por lo menos así lo creen los partidarios del referido mecanismo; y mucho peor cuando las obras son perfectas, cuando son poemas populares. Pues donde aquellos mecanismos pueden comprobar mejor los elementos individuales, es en las desviaciones del genio popular, en las excrecencias y líneas ocultas; cuantas menos excrecencias de éstas tiene un poema, tanto más pálido es el dibujo de la individualidad poética.
Todas estas excrecencias, todo lo flojo y deforme que se ha creído hallar en los poemas homéricos, era atribuido sin vacilar a la despreciable tradición. ¿Qué quedaba entonces de lo individualmente homérico? Nada más que una serie de pasajes especialmente bellos y sobresalientes, elegidos según el gusto particular de cada uno. A aquellos elementos que estéticamente tenían una fisonomía propia, según la capacidad artística del que juzgaba, los llamaba éste Homero.
Este, es el punto central de los errores homéricos. El nombre de Homero no guarda desde el principio una relación necesaria, ni con el concepto de perfección estética, ni con la Ilíada o la Odisea. Homero, como poeta de la Ilíada y la Odisea, no es una tradición histórica, sino un juicio estético.
El único camino por el que podemos remontar la época de Pisistrato y llevarnos al conocimiento del sentido que pueda tener el nombre de Homero nos conduce, por un lado, a través de las leyendas locales; éstas demuestran con claridad que el nombre de Homero fue identificado siempre con el de la poesía épico-heroica y que se tomaba en el sentido de autor de la Ilíada y de la Odisea, y no de otro cielo poético, como, por ejemplo, el tebano. Por otra parte, la vieja fábula de una rivalidad entre Homero y Hesíodo revela que bajo estos dos nombres se ocultan dos tendencias épicas: la heroica y la didáctica, y que, por tanto, la significación de Homero estriba en lo material, no en lo formal. Además, aquella fingida rivalidad con Hesíodo ni siquiera indica el alborear de un sentimiento previo de lo individual. Pero, desde el tiempo de Pisistrato, durante el desarrollo pasmosamente rápido del sentimiento de belleza entre los griegos, las diferencias de valoración estética, respecto de aquellos poemas, cada vez son más vivamente sentidas: la Ilíada y la Odisea sobrenadan en la corriente y quedan siempre en la superficie. En este proceso de diferenciaci6n estética, el concepto de Homero se reduce cada vez más: la alta significación de Homero, del padre de la poesía heroica, en cuanto al asunto, se convierte en la significación estética de Homero, el padre del arte poético principalmente, y a la vez su incomparable prototipo. A esta conversión acompaña una crítica racionalista que traduce el prodigioso Homero en un posible poeta, que arroja las contradicciones materiales y formales de aquellas numerosas epopeyas contra la unidad del poeta y va descargando paulatinamente los hombros de Homero de aquel pesado fardo de epopeyas cíclicas.
Por consiguiente, Homero, como autor de la Ilíada y la Odisea, es un juicio estético. Nada dice esto contra el autor de los citados poemas, no quiere decir que sea un sueño, una imposibilidad estética, cosa que pensarán muy pocos filólogos. Más bien la mayor parte de ellos afirman que para la concepción total de un poema como la Ilíada hace falta un individuo y que justamente este individuo es Homero. Lo primero hay que concederlo; pero lo segundo yo tengo que negarlo, por las razones expuestas. También dudo que la mayor parte haya llegado al reconocimiento del primer punto, por las siguientes consideraciones.
El plan de una epopeya como la Ilíada no es un todo, un organismo, sino una serie de escenas hilvanadas, un producto de la reflexión experimentada y guiada por reglas estéticas. Ciertamente que la medida de un artista nos la da su visión de conjunto, su poder plasmativo rítmico. La infinita riqueza en escenas y cuadros de una epopeya hace imposible tal visión de conjunto. Pero cuando no se puede mirar artísticamente, se suelen ordenar los conceptos en serie y forjarse un orden siguiendo un esquema conceptual.
Este orden será tanto más perfecto cuanto mejor conozca el artista distribuidor las leyes estéticas, y conseguirá la ilusión de ver el conjunto en un solo momento como un todo intuitivo.
La Ilíada no es una corona, sino un ramillete de flores. En un mismo marco están encerrados muchos cuadros, pero el que los reunía no se preocupaba de si el conjunto era agradable y rítmico. Para nada tomaba en cuenta el todo, sino los detalles. Pero es imposible que aquel conjunto de escenas hilvanadas, que denuncia un estado embrionario, aún poco madurado, de la inteligencia artística, sea el hecho propiamente homérico, el acontecimiento histórico. Más bien el plan es justamente el producto más reciente, mucho más reciente que la celebridad de Homero. Por consiguiente, los que buscan el plan originario y perfecto buscan un fantasma, pues el peligroso camino de la tradición oral estaba resuelto cuando se formó el plan; las alteraciones que introdujo la tradición no pudieron afectar al plan, que no estaba contenido en la cosa transmitida.
Pero esta imperfección relativa del plan no puede ser una razón para ver en el confeccionador del plan una personalidad distinta de la del poeta. No solamente es verosímil que todo lo creado en aquel tiempo, con propósitos estéticos conscientes, retrocediera ante la fuerza impulsiva de la corriente popular poética. Es más, podemos adelantar un paso. Si comparamos los llamados poemas cíclicos, concedemos al autor de la Ilíada y la Odisea el indiscutible mérito de haberse llevado la palma en lo que se refiere a la técnica consciente del compositor, mérito que estamos dispuestos, desde luego, a reconocer a aquel mismo que es para nosotros el primero en el campo de la creación intuitiva. Quizá hasta se vea una indicación de trascendencia en esta relación. Todos aquellos defectos y deformidades, de estimación subjetiva en su conjunto, que estamos acostumbrados a considerar como los restos petrificados del período de tradición, ¿no son, quizá, los males casi necesarios con que debía tropezar el genial poeta en su gran empresa, entonces casi sin modelos e incalculablemente difícil?
Nótese bien que el examen de las dos facultades tan heterogéneas como lo instintivo y lo consciente altera la posición del problema homérico y, a mi parecer, también la solución.
Nosotros creemos en un gran poeta autor de la Ilíada y la Odisea; sin embargo, no creemos que este poeta sea Homero.
La solución está ya indicada. Aquella época, que inventó las innumerables fábulas homéricas, que imaginó el mito de la rivalidad entre Homero y Hesíodo, que consideraba toda la poesía del cielo como homérica, expresaba el sentimiento de una singularidad, no estética, sino material, cuando pronunciaba el nombre de Homero. Homero figura en esa época en la serie de nombres tales como Orfeo, Eumulpo, Dédalo, Olimpo, en la serie de los descubridores míticos de una nueva rama del arte, a los cuales era natural que se dedicaran todos los frutos posteriores que las nuevas ramas habían de producir.
Y ciertamente, aquel admirable genio al que debemos la Ilíada y la Odisea pertenece a esta posteridad agradecida; también él, sacrificó su nombre en el altar del padre de toda poesía épica de Homero.
En esta medida, y severamente alejado de todo detalle, he expuesto ante vosotros, los que aquí me honráis con vuestra respetable presencia, los fundamentos estéticos y filosóficos del problema de la personalidad de Homero: en el supuesto de que las formaciones básicas de aquella múltiple cordillera, conocida con el nombre de la cuestión homérica, se comprende mejor cuanto más alejada de ella estemos y cuanto más desde arriba la miremos. Pero al mismo tiempo, yo me imagino haber traído a la memoria de aquellos amigos de la antigüedad, que nos reprochan a nosotros, los filólogos, tanta falta de piedad contra los grandes conceptos y un placer de destruir por destruir, dos cosas en un ejemplo. En primer lugar, aquellos grandes conceptos, como el de la intangibilidad de un genio poético homérico indivisible, eran, en el período prewolfiano, conceptos demasiado grandes y, por ende, interiormente vacíos y frágiles. Si la moderna filología clásica vuelve otra vez a los mismos conceptos, ya no son los mismos odres. En realidad, todo se ha renovado: odre y espíritu, vino y palabra. En general, se advierte que los filólogos han convivido casi todo un siglo con poetas, pensadores y artistas. De aquí que aquel terreno rocoso y pedregoso, que antes se designaba como antigüedad clásica, es hoy un exuberante campo de cultivo.
Y aún podría evocar, en la memoria de aquellos amigos de la antigüedad que se apartan con desconfianza de la filología clásica, otra cosa. Vosotros veneráis la inmortal obra maestra del genio helénico, y os creéis más ricos y felices que cualquier otra generación que hubo de pasarse sin ella; pero no olvidéis que todo ese mundo encantado estuvo en otro tiempo enterrado, sepultado bajo enormes prejuicios; no olvidéis que la sangre y el sudor y la aplicación constante de numerosos adeptos de nuestra ciencia fueron necesarios para sacar a la superficie aquel mundo sumergido. La filología no es la creadora de aquel mundo, es cierto; no es la autora de aquella música inmortal; ¿pero no era ya un mérito, y un mérito grande, ser un virtuoso de aquella música tan largo tiempo indescifrada? ¿Quién era Homero antes de la valerosa hazaña de Wolff? Un buen viejo, en todo caso conocido bajo la rúbrica de un genio natural; en el mejor caso, hijo de una época bárbara, llena de ofensas contra el buen sentido. Pero oigamos cómo se expresaba sobre Homero, aún en 1783, un excelente erudito: ¿Dónde se esconde este amado varón? ¿Por qué permanece tanto tiempo incógnito? A propos, ¿pueden ustedes darme su silueta?
Gratitud pedimos, claro que no para nosotros, que somos un átomo, pero sí para la filología, que no es, ciertamente, ni una musa ni una gracia, pero sí mensajera de los dioses; y así como las musas descendían a las almas inquietas y turbadas de los campesinos beocios, así desciende ahora a un mundo de sombríos cuadros y colores, lleno de los más profundos e incurables dolores, y nos habla, para consolamos, de las bellas y luminosas figuras de un lejano país encantado, azul, feliz.
Y basta, aunque debo aún decir dos palabras muy personales, pero que la ocasión de este discurso justificará.
También un filólogo puede condensar la meta de sus esfuerzos y el camino que lleva a ella, en la breve fórmula de una profesión de fe; y así lo haré yo, invirtiendo una frase de Séneca: Philosophia facta est quae filologia fuit.
Con esto quiero expresar que toda actividad filológica debe estar impregnada de una concepción filosófica del mundo, en la cual todo lo particular y singular sea condenado como algo despreciable, y sólo quede en pie la unidad del todo. Y así, permitidme confiar que yo, inspirado en esta tendencia, no seré ya un extraño entre vosotros. Dadme la seguridad, ya que conocéis mis orientaciones, de que podré tomar parte en vuestras tareas, y sobre todo permitidme creer que he sabido corresponder de una manera digna a la confianza con que las autoridades de este Instituto me han honrado.
Friedrich NietzscheBasilea, 28 de mayo de 1869.
Friedrich Nietzsche
No existe en nuestro tiempo un estado de opinión concreto y unánime sobre la filología clásica. Tal es el sentir que predomina en los círculos de personas ilustradas, así como entre los jóvenes que se contraen al estudio de esta ciencia. Y la causa estriba en el carácter vario de ella, en la falta de unidad conceptual, en el carácter de agregado inorgánico de las diferentes disciplinas científicas que la componen y que sólo aparecen unidas por el nombre común de filología. Debemos confesar honradamente que la filología vive del crédito de varias ciencias, y es como un elixir extraído de raras semillas, metales y huesos, y que además oculta en sí misma elementos artísticos, estéticos y éticos de carácter imperativo que se resisten obstinadamente a una sistematización científica. Tanto puede ser considerada como un trozo de historia, como un departamento de la ciencia natural o como un trozo de estética: historia, en cuanto quiere reunir en un cuadro general los documentos de determinadas individualidades nacionales y hallar una ley que sintetice el devenir constante de los fenómenos; ciencia natural en cuanto trata de investigar el más profundo de los in tintos humanos: el instinto del lenguaje; estética, por último, porque de la antigüedad general quiere estudiar aquella antigüedad especial llamada Clásica, con el propósito de desenterrar un mundo ideal sepultado, presentando a los contemporáneos el espejo de los clásicos como modelos de eterna actualidad. El hecho de que elementos tan heterogéneos, allegados de distintas ciencias, y de un carácter tan ético como estético hayan sido agrupados bajo un nombre común, constituyendo una especie de monarquía, puede explicarse por la circunstancia de que la filología en sus comienzos, ha sido siempre una disciplina pedagógica. Desde el punto de vista pedagógico se le ofrecían al hombre de ciencia una serie de valores -docentes y de elementos formativos preciosos, y así, bajo la presión de las necesidades prácticas, se ha ido formando esa ciencia, o mejor dicho, esa tendencia científica que llamamos filología.
Las diferentes tendencias fundamentales mencionadas han ido apareciendo en determinadas épocas, más acentuadas unas veces que otras, según el grado de cultura y el desarrollo del gusto de cada período; y también cada uno de los profesionales que con su aportación personal contribuía a la formación de esta ciencia la teñía del color particular de su visión especializada, hasta el extremo de que el concepto de la filología en la opinión pública era en cada momento dependiente y tributarlo del que la cultivaba.
Ahora, es decir, en un tiempo en que cada una de las ramas de la filología ha sido cultivada por una personalidad eminente, reina una general incertidumbre, y a la vez un cierto escepticismo, en los problemas filológicos Esta indecisión de la opinión pública afecta a una ciencia tanto más cuanto que sus enemigos pueden trabajar con mayor éxito. Y los enemigos de la filología son numerosos. ¿Dónde no hallar al sempiterno burlón, apercibido siempre para dar algún alfilerazo al topo filológico, ese ser aficionado a tragarse el polvo de los archivos, a desmenuzar una vez más la gleba triturada cien veces por el arado? Mas para esta clase de adversarios la filología es un pasatiempo inútil, inocente e inofensivo; un objeto de burla, no de odio. En cambio, anida un odio invencible y enconado contra la filología allí dondequiera que el ideal es tenido como tal ideal, allí donde el hombre moderno cae en beata admiración de sí mismo, allí donde la cultura helénica es considerada como un punto de vista superado, y, por lo tanto, indiferente. Frente a estos enemigos, nosotros los filólogos debemos contar con la ayuda de los artistas y de las naturalezas artísticas, únicas que pueden comprender que la espada del bárbaro se cierne siempre sobre aquellas cabezas que tienen todavía ante sus ojos la inefable sencillez y la noble dignidad del helenismo, y que ningún progreso, por brillante que sea, de la técnica y de la industria; ningún reglamento de escuela, por muy acompasado que esté a los tiempos; ninguna formación política de la masa, por extendida que esté, nos puede proteger contra los ridículos y bárbaros extravíos del gusto ni de la destrucción del clasicismo por la terrible cabeza de la Gorgona.
Mientras que la filología, como ciencia una, es vista con malos ojos por las dos clases citadas de enemigos, hay, en cambio, muchas animosidades de carácter particular procedentes de la filología misma. Son estas luchas de filólogos contra filólogos rivalidades de índole puramente doméstica, provocadas por una estúpida cuestión de rango por celos recíprocos, pero, sobre todo, por la ya referida diferencia, y aun podremos decir que enemistad, de las distintas tendencias todavía no armonizadas que se agitan, mal disimuladas, bajo el nombre de filología.
La ciencia tiene de común con las artes que una y otras ven los hechos cotidianos de una manera completamente nueva y atractiva, como traídas a la existencia por arte de encantamiento, como vistas por primera vez. La vida es digna de ser vivida, dice el arte; la vida es digna de ser estudiada, dice la ciencia. Esta contraposición nos revela la íntima y a menudo desgarradora contradicción contenida en el concepto de nuestra ciencia y, por consiguiente, en la ciencia misma: en la filología clásica. Si nos colocamos frente a la antigüedad desde un punto de vista científico, ya sea que contemplemos los hechos con los ojos del historiador tratando de reducirlos a concepto, ya sea que, como el naturalista, comparemos las formas lingüísticas de las obras maestras antiguas, tratando de someterlas a una ley morfológica, siempre perderemos aquel aroma maravilloso del ambiente clásico, siempre olvidaremos aquel anheloso afán que sólo nuestro instinto estético puede descubrir en las obras griegas. Y aquí debemos poner atención en una de las animosidades más extrañas que la filología tiene que soportar. Aludimos a aquellos con cuya ayuda más parecía que podíamos contar: los amigos artísticos de la antigüedad, los ardientes admiradores de la belleza helénica, que son los que elevan la voz precisamente para acusar a los filólogos de ser los enemigos y destructores de la antigüedad y del ideal antiguo. A los filólogos reprochaba Schiller el haber destrozado la corona de Homero. Goethe, que primeramente fue partidario de las teorías de Wolff, anuncié su decadencia en estos versos,
Vuestra perspicacia, digna de vos, nos ha eximido de toda veneración, y confesamos, generosamente, que la Ilíada es un zurcido. Que a nadie lastime nuestra defección. La juventud sabe de sobra que nosotros la sentimos y pensamos como un todo.
Se supone que en favor de este iconoclasticismo militan profundas razones, y muchos dudan si es que los filólogos en general carecen de capacidad y de sensibilidad artística, siendo incapaces de comprender el ideal, o si en ellos el espíritu de negación les hace seguir una tendencia destructiva. Pero cuando los mismos amigos de la antigüedad clásica ponen en duda el carácter general de la filología clásica contemporánea con tales recelos y dudas, ¿qué influjo no ejercerán los ex abruptos de los realistas y las frases de los héroes del día? Contestar a los últimos, y en este lugar, en presencia de las personas aquí congregadas, sería inoportuno , como no se me permita dirigirles la pregunta hecha a aquel sofista que en Esparta trató de hacer en público la defensa de Hércules: ¿Quién le acusa? En cambio, no puedo sustraerme a la idea de que también en este círculo de personas hallan eco algunas veces aquellas objeciones que salen con frecuencia de boca de hombres distinguidos e ilustres y que hasta han hecho mella en el ánimo de un honorable filólogo, abatiendo y atormentando su espíritu, y no precisamente en los momentos de depresión. Para los individuos no hay salvación ante el divorcio descrito; pero lo que afirmarnos y sostenemos es el hecho de que la filología clásica, en su totalidad, en su conjunto, no tiene nada que ver con estas luchas y escrúpulos de sus cultivadores. Los esfuerzos artístico‑científicos de estos singulares centauros se dirigen con empeño furioso, pero con lentitud ciclópea a colmar el abismo abierto entre la antigüedad ideal, que quizás es sólo la más bella floración de la pasión germánica por el mediodía, y la real; y con ello la filología clásica no persigue otra cosa que la definitiva integración de su propia esencia, el desarrollo y unidad de sus tendencias fundamentales, al comienzo enemigas y sólo unidas por la fuerza. Aunque consideremos el fin como inaccesible, aunque lo tengamos por una exigencia ilógica, el esfuerzo, el movimiento hecho hacia dicho punto es innegable, y yo intentaría hacer patente, por un ejemplo, que el paso mas importante de la filología clásica nos ha de acercar a la antigüedad ideal en vez de desviarnos de ella, y que justamente allí donde abusivamente se habla de destrucción del sagrario es donde se construyen y elevan nuevos altares. Examinemos, pues, desde este punto de vista la llamada cuestión homérica, de cuyo problema más importante ha hablado Schiller como de una barbarie erudita.
A este problema importantísimo está ligada la cuestión de la personalidad de Homero.
Pero en el presente se oye afirmar con insistencia que la cuestión de la personalidad de Homero ya no es actual y es cosa aparte de la verdadera cuestión homérica. Ahora bien, hay que convenir en que para un período de tiempo determinado por ejemplo, para nuestro presente filológico, el centro de la mencionada cuestión se puede separar un poco del problema de la personalidad: actualmente se hace el delicado experimento de reconstruir los poemas homéricos sin ayuda de la personalidad de su autor, sino como la obra de muchas personas. Pero cuando el centro de una cuestión científica se encuentra allí donde surgen nuevas corrientes de ideas, es decir, en el punto en que la investigación especial toma contacto con la vida total de la ciencia, por consiguiente, cuando se señala el centro de una determinación histórico-cultural de valores, debe uno detenerse en el recinto de las investigaciones homéricas, como núcleo fecundo de todo un cielo de cuestiones. En cuanto a Homero, no diré que el mundo moderno ha encontrado, pero sí que ha intentado hallar un gran punto de vista histórico; y sin adelantar yo aquí mi opinión sobre si esta tentativa ha tenido éxito o lo ha de tener, diré que el primer ejemplo de la aplicación de dicho criterio, lo teníamos ya.
Se ha sabido advertir en las formas aparentemente firmes de la vida de pueblos antiguos ideas poéticas condensadas; se ha reconocido por primera vez la maravillosa capacidad del alma de los pueblos para personalizar estados de costumbres y de creencias. Una vez que la crítica histórica se adueñó con perfecta seguridad de ese método que consiste en volatilizar las personalidades aparentemente concretas, es lícito señalar el primer experimento como un importante acontecimiento en la historia de las ciencias, con independencia de si en este caso se ha acertado.
No es este el único caso en que un hallazgo que hace época va precedido de una serie de previsiones casuales y de observaciones aisladas preparatorias. También el citado experimento tiene su atractiva prehistoria, pero en un tiempo pasmosamente lejano. Friedrich August Wolff ha tenido el tino de abordar la cuestión fundamental de la antigüedad. El punto culminante alcanzado por los estudios literarios de los griegos, y también el centro de los mismos, fue la época de los grandes gramáticos alejandrinos. Hasta este punto la cuestión homérica ha recorrido la larga cadena de un proceso uniforme de desarrollo, cuyo último eslabón, el último también que a la antigüedad le era dado alcanzar, fue el punto de vista de los gramáticos. Estos concebían la Ilíada o la Odisea como creaciones de un Homero: declaraban como posible psicológicamente que obras de tan diferente carácter en su conjunto hubieran brotado de un genio en oposición a los iorizontes que las atribuían a individuos aislados y contingentes. Para explicar la diferente impresión total de las dos epopeyas por medio de la hipótesis de un poeta se acudía a la edad y se comparaba al autor de la Odisea con el sol que se pone. Por lo que respecta a la diversidad de las expresiones lingüísticas y conceptuales, el ojo de aquellos críticos demostraba inagotable agudeza y vigilancia; pero al mismo tiempo se había inventado una historia de la poesía homérica y de su tradición, según la cual estas diversidades no debían atribuirse a Homero, sino a sus redactores y cantores. Se creyó que las poesías de Homero se transmitieron durante mucho tiempo oralmente y que, en consecuencia, estuvieron expuestas a la ignorancia de los improvisadores y a la falta de memoria de los cantores.
En una determinada fecha, en tiempo de Pisistrato, habrían sido coleccionados en un libro los fragmentos que vivían en boca de la gente; pero los redactores estuvieron autorizados para introducir correcciones. Esta hipótesis es la más importante que ha mostrado la antigüedad en el terreno de los estudios literarios; en particular, el reconocimiento de una difusión oral de la poesía de Homero, en oposición a la habitual presión de la creencia en una época libresca, es un punto culminante digno de admiración de la antigua mentalidad científica. Desde aquellos tiempos hasta los de Friedrich August Wolff hay que dar un monstruoso salto en el vacío; pero del otro lado de este límite hallaremos la investigación justamente en el punto exacto en que la antigüedad había encontrado su fuerza para caminar; y es indiferente que Wolff tome como segura tradición lo que la antigüedad misma había establecido como hipótesis. Como característico de esta hipótesis, se puede señalar el hecho de que se tome la personalidad de Homero en el más serio sentido, que se supongan la regularidad y armonía interior en las manifestaciones de la personalidad en todas las partes, y que por medio de dos hipótesis auxiliares se desecha como no homérico todo lo que contradice esta regularidad. Pero este mismo rasgo fundamental, el querer reconocer, en vez de una esencia sobrenatural, una personalidad palpable, corre igualmente por todos aquellos estadios que llevan a dicho punto culminante, y por cierto con mayor energía y con creciente evidencia cada vez. Lo individual es siempre más fuertemente sentido y acentuado: la posibilidad psicológica de un Homero se hace cada vez más necesaria. Si desde aquel punto culminante volvemos atrás paso a paso, encontramos luego la concepción aristotélica del problema homérico. Para Aristóteles es el artista inmaculado e infalible que tiene perfecta conciencia de sus medios y de sus fines; con esto se revela también en la ingenua inclinación a aceptar la opinión del pueblo que adjudicaba a Homero el origen de todos los poemas cómicos, un punto de vista contrario a la tradición oral en la crítica histórica. Y si de Aristóteles volvemos hacia atrás, se cuenta la incapacidad de concebir una personalidad; constantemente se van amontonando poesías bajo el nombre de Homero, y cada época manifiesta su grado de crítica precisamente en la determinación de lo que se debe considerar propiamente de Homero. En este lento retroceder se siente involuntariamente que más allá de Heródoto hay un período en el que se identificó con el nombre de Homero una multitud de grandes epopeyas.
Si nos trasladamos al tiempo dé Pisistrato, entonces la palabra Homero abarca una multitud de cosas heterogéneas. ¿Qué significaba entonces Homero? Es indudable que entonces no se estaba en situación de abarcar científicamente una personalidad y sus manifestaciones. Homero había llegado a ser casi una cáscara vacía. Y ahora se yergue ante nosotros la importante pregunta: ¿Qué hay antes de ese período? ¿Acaso la personalidad de Homero llegó poco a poco, por no poder concebirla, a ser un nombre vacío? ¿O el pueblo ingenuo personificó toda la poesía épica, para hacerla intuitiva, en la figura de Homero? ¿Acaso se hizo de una persona un concepto, o de un concepto una persona? Esta es realmente la cuestión homérica, aquel problema central de personalidad.
La dificultad de resolverla aumenta cuando se busca una contestación desde otro terreno, es decir, desde el punto de vista de la poesía conservada. Así como hoy es difícil y cuesta mucho trabajo cuando se trata de hacer patente el paradojismo de la ley de la gravitación, concebir que la tierra altera la forma de su movimiento cuando otro cuerpo celeste cambia de lugar en el espacio, sin que entre los dos exista un lazo material, así también cuesta hoy fatiga llegar a la perfecta impresión de aquel asombroso problema, que andando de mano en mano herido perdiendo progresivamente su sello de origen. Creaciones poéticas, para rivalizar con las cuales ha faltado el ánimo a los más grandes genios, en las cuales hemos visto insuperados modelos para todas las épocas artísticas, y, sin embargo, su autor un nombre vacío, quebradizo, en el cual no se encuentra la médula de una personalidad. Pues ¿quién se atrevería a luchar con dioses, a luchar con el Uno?; dijo el mismo Goethe, el cual, si ha habido algún genio que lo haya intentado, es el que ha luchado con aquel secreto problema de la inaccesibilidad homérica.
El concepto de poesía popular parece ser como un puente echado sobre este abismo: una fuerza más poderosa y primitiva que la de cualquier individuo creador habría obrado aquí; el pueblo más venturoso en su más feliz período, en la suprema actividad de la fantasía y de la fuerza poética creadora, habría engendrado aquellos imponderables poemas. En esta su generalización, la idea de una poesía popular tiene algo de embriagadora; sentimos el desencadenamiento de una facultad natural amplia y poderosa, de gusto artístico, y experimentamos ante este fenómeno la misma sensación que ante una catarata. Pero en cuanto nos adentramos en este pensamiento y queremos contemplarlo de hito en hito, colocamos involuntariamente, en lugar del alma popular poetizante, una masa popular poetizante, una larga serie de poetas populares, ante los cuales lo individual no significa nada, y en la que lo es todo el impulso del alma popular, la fuerza intuitiva de la ubre popular, la inagotable abundancia de la fantasía del pueblo: una serie de genios primitivos, pertenecientes a una época, a un género de poesía, a un asunto.
Pero es natural que esta idea suscite recelos: la naturaleza, que tan avara se muestra con el genio, ese producto raro y precioso, ¿podría haber sido pródiga hasta la locura en un determinado momento? Y aquí vuelve otra vez la temible pregunta: ¿No es explicable también aquella perfección con la hipótesis de un genio único? Imposible, tratándose de la obra en su totalidad, dice uno de los partidos; esto será aquí y allá verosímil en algunos pasajes, pero en el detalle, no en el todo. En cambio, otro partido recaba para sí la autoridad de Aristóteles, que precisamente admiraba la naturaleza divina de Homero, contemplando las líneas generales, la idea, el conjunto; cuando estas líneas flaquean y se borran, la culpa es de la tradición, no del poeta; la culpa la tienen la multitud de correcciones y superfetaciones que han ido velando paulatinamente el núcleo originario. Y cuantas más desigualdades, contradicciones y extravíos busca y, encuentra el primer partido, tanto más decididamente rechaza el segundo lo que en su sentir oscureció el plan originario para llegar a precisar en lo posible el fruto primitivo desprovisto de su cáscara secular. Es característico de la segunda tendencia hacerse fuerte en la idea de un genio epónimo, fundador de la gran épica artística. En cambio, la otra oscila entre la admisión de un genio y un número de poetas menores epígonos y la de una serie de hábiles, pero medianas individualidades juglarescas, animadas por una secreta corriente, por un profundo sentimiento artístico popular, que se habría manifestado en los cantores individuales como en un medio casi indiferente. Es natural que esta escuela alegue la incomparable excelencia de los poemas homéricos como la expresión de aquel secreto instinto.
Todas estas tendencias parten de la idea de que la clave para resolver el problema del contenido actual de aquellos poemas épicos es un juicio estético: se quiere llegar a una solución fijando la línea límite que separa al individuo genial del alma poética de un pueblo. ¿Existe una diferencia característica entre las manifestaciones del individuo genial y el alma poética de un pueblo?
Ahora bien; esta contraposición no está justificada y conduce a errores. Así lo demuestra la siguiente consideración. No hay en la estética moderna contraposición más peligrosa que la de la poesía popular y poesía individual, o, como se suele decir, poesía artística (Kunstdichtung). Esta es la reacción, o, si se quiere, la superstición, que la aparición de la ciencia histórico filológica, tan rica en consecuencias, trajo consigo: el descubrimiento y dignificación del alma popular. En efecto, sólo ella pudo preparar el terreno para una consideración científica aproximativa de la historia, que hasta entonces, y en muchas de sus formas, era una simple colección de materiales, en espera de que estos materiales se amontonaran hasta el infinito, sin creer que se podría llegar nunca a encontrar una ley y una regla para esta pulsación eternamente renovada. Ahora se comprende por primera vez el poder largo tiempo sentido de las grandes individualidades y de las manifestaciones de voluntad que constituyen el míninum evanescente de la Humanidad; ahora se comprende que toda verdadera grandeza y trascendencia en el reino de la voluntad no puede tener sus raíces en el fenómeno efímero y pasajero de una voluntad particular; se conciben los instintos de la masa, el impulso inconsciente del pueblo corno el único resorte, como la única palanca de la llamada historia del mundo. Pero esta nueva antorcha lanza también sus sombras, y una de éstas es precisamente la mencionada superstición, que opone la poesía popular a la poesía individual, extendiendo de una manera peligrosa el oscuro concepto de un alma popular hasta el de un espíritu popular. Por el abuso de una conclusión positivamente seductora lograda por el método analógico se llegó a aplicar al reino del intelecto y de las ideas artísticas aquel axioma de las grandes individualidades que sólo tiene su valor en el reino de la voluntad. Nunca se le ha dirigido a la masa inestética y antifilosófica mayor lisonja que ésta, poniendo la guirnalda del genio sobre su pelada testa. Se supone una especie de pequeño núcleo, alrededor del cual se van formando nuevas cortezas superpuestas; se imagina que esta poesía de las masas se va formando como los aludes, es decir, en el curso, en el flujo de la tradición. Y se complacen en suponer aquel pequeño germen infinitamente pequeño, hasta el punto de poder prescindir de él sin perder nada del conjunto. Para esta concepción la tradición es lo mismo que lo transmitido.
Pero, en realidad, no existe tal oposición entre la poesía del pueblo y la poesía individual; más bien toda poesía, y, naturalmente, también la poesía popular, necesita un individuo que la transmita. Por consiguiente, aquella abusiva contraposición sólo tiene un sentido: que con el nombre de poesía individual se comprende una poesía que no ha nacido en el suelo del sentimiento popular, sino que se remonta a un creador no plebeyo, y a una atmósfera no plebeya, y a una poesía fechada en el estudio de un hombre ilustrado.
Con la superstición que admite una masa poeta anda emparentada la que limita la poesía popular a un determinado período en cada pueblo, período a partir del cual se extingue como consecuencia natural de aquella primera superstición. En lugar de esta poesía popular paulatinamente extinguida, nace, según esta hipótesis, la poesía artística (la obra de cerebros particulares, no ya de grandes masas). Pero las mismas fuerzas que antes estaban en actividad siguen actuando aún, y la forma en que se modelan es también la misma. El gran poeta de una época literaria es siempre un poeta popular, y no lo es menos que cualquier viejo poeta del pueblo en un período literario. La única diferencia entre ambos no afecta a la manera de surgir su poesía, es decir, por la propagación y difusión; en una palabra, por la tradición. En efecto, ésta, sin el socorro de la letra encadenadora, se halla en eterno flujo y expuesta al peligro de admitir dentro de sí elementos extraños, restos de aquellas individualidades, a través de las cuales sigue el camino de la tradición.
Si aplicarnos todos estos principios a los poemas homéricos, veremos que con la teoría de un alma popular poetizante no salimos ganando nada, y que en todo caso tenemos que recurrir al individuo creador. Y entonces comienza la tarea de cantar lo individual y distinguirlo exactamente de aquello que en el curso de la tradición oral ha sido, por decirlo así, embalsado, parte constitutiva considerablemente importante de los poemas homéricos.
Desde que la historia de la literatura ha cesado de ser o de necesitar ser un registro se ha intentado apresar y definir la individualidad de los poetas. El método trae consigo un cierto mecanismo: debe declararse, debe razonarse, por qué aquella individualidad se muestra de un modo y no de otro. Entonces se utilizan los datos biográficos, los conocimientos, los acontecimientos de la época, y se cree que de la mezcla de todos estos ingredientes saldrá la buscada personalidad del poeta. Desgraciadamente, se olvida que precisamente el punto huidizo, lo individual indefinible, no puede salir de esta mezcla. Y cuanto menos nos elevamos sobre el tiempo y la vida, menos útil nos resulta dicho mecanismo. Cuando sólo se poseen las obras y el nombre, estamos desprovistos de la prueba de la individualidad; por lo menos así lo creen los partidarios del referido mecanismo; y mucho peor cuando las obras son perfectas, cuando son poemas populares. Pues donde aquellos mecanismos pueden comprobar mejor los elementos individuales, es en las desviaciones del genio popular, en las excrecencias y líneas ocultas; cuantas menos excrecencias de éstas tiene un poema, tanto más pálido es el dibujo de la individualidad poética.
Todas estas excrecencias, todo lo flojo y deforme que se ha creído hallar en los poemas homéricos, era atribuido sin vacilar a la despreciable tradición. ¿Qué quedaba entonces de lo individualmente homérico? Nada más que una serie de pasajes especialmente bellos y sobresalientes, elegidos según el gusto particular de cada uno. A aquellos elementos que estéticamente tenían una fisonomía propia, según la capacidad artística del que juzgaba, los llamaba éste Homero.
Este, es el punto central de los errores homéricos. El nombre de Homero no guarda desde el principio una relación necesaria, ni con el concepto de perfección estética, ni con la Ilíada o la Odisea. Homero, como poeta de la Ilíada y la Odisea, no es una tradición histórica, sino un juicio estético.
El único camino por el que podemos remontar la época de Pisistrato y llevarnos al conocimiento del sentido que pueda tener el nombre de Homero nos conduce, por un lado, a través de las leyendas locales; éstas demuestran con claridad que el nombre de Homero fue identificado siempre con el de la poesía épico-heroica y que se tomaba en el sentido de autor de la Ilíada y de la Odisea, y no de otro cielo poético, como, por ejemplo, el tebano. Por otra parte, la vieja fábula de una rivalidad entre Homero y Hesíodo revela que bajo estos dos nombres se ocultan dos tendencias épicas: la heroica y la didáctica, y que, por tanto, la significación de Homero estriba en lo material, no en lo formal. Además, aquella fingida rivalidad con Hesíodo ni siquiera indica el alborear de un sentimiento previo de lo individual. Pero, desde el tiempo de Pisistrato, durante el desarrollo pasmosamente rápido del sentimiento de belleza entre los griegos, las diferencias de valoración estética, respecto de aquellos poemas, cada vez son más vivamente sentidas: la Ilíada y la Odisea sobrenadan en la corriente y quedan siempre en la superficie. En este proceso de diferenciaci6n estética, el concepto de Homero se reduce cada vez más: la alta significación de Homero, del padre de la poesía heroica, en cuanto al asunto, se convierte en la significación estética de Homero, el padre del arte poético principalmente, y a la vez su incomparable prototipo. A esta conversión acompaña una crítica racionalista que traduce el prodigioso Homero en un posible poeta, que arroja las contradicciones materiales y formales de aquellas numerosas epopeyas contra la unidad del poeta y va descargando paulatinamente los hombros de Homero de aquel pesado fardo de epopeyas cíclicas.
Por consiguiente, Homero, como autor de la Ilíada y la Odisea, es un juicio estético. Nada dice esto contra el autor de los citados poemas, no quiere decir que sea un sueño, una imposibilidad estética, cosa que pensarán muy pocos filólogos. Más bien la mayor parte de ellos afirman que para la concepción total de un poema como la Ilíada hace falta un individuo y que justamente este individuo es Homero. Lo primero hay que concederlo; pero lo segundo yo tengo que negarlo, por las razones expuestas. También dudo que la mayor parte haya llegado al reconocimiento del primer punto, por las siguientes consideraciones.
El plan de una epopeya como la Ilíada no es un todo, un organismo, sino una serie de escenas hilvanadas, un producto de la reflexión experimentada y guiada por reglas estéticas. Ciertamente que la medida de un artista nos la da su visión de conjunto, su poder plasmativo rítmico. La infinita riqueza en escenas y cuadros de una epopeya hace imposible tal visión de conjunto. Pero cuando no se puede mirar artísticamente, se suelen ordenar los conceptos en serie y forjarse un orden siguiendo un esquema conceptual.
Este orden será tanto más perfecto cuanto mejor conozca el artista distribuidor las leyes estéticas, y conseguirá la ilusión de ver el conjunto en un solo momento como un todo intuitivo.
La Ilíada no es una corona, sino un ramillete de flores. En un mismo marco están encerrados muchos cuadros, pero el que los reunía no se preocupaba de si el conjunto era agradable y rítmico. Para nada tomaba en cuenta el todo, sino los detalles. Pero es imposible que aquel conjunto de escenas hilvanadas, que denuncia un estado embrionario, aún poco madurado, de la inteligencia artística, sea el hecho propiamente homérico, el acontecimiento histórico. Más bien el plan es justamente el producto más reciente, mucho más reciente que la celebridad de Homero. Por consiguiente, los que buscan el plan originario y perfecto buscan un fantasma, pues el peligroso camino de la tradición oral estaba resuelto cuando se formó el plan; las alteraciones que introdujo la tradición no pudieron afectar al plan, que no estaba contenido en la cosa transmitida.
Pero esta imperfección relativa del plan no puede ser una razón para ver en el confeccionador del plan una personalidad distinta de la del poeta. No solamente es verosímil que todo lo creado en aquel tiempo, con propósitos estéticos conscientes, retrocediera ante la fuerza impulsiva de la corriente popular poética. Es más, podemos adelantar un paso. Si comparamos los llamados poemas cíclicos, concedemos al autor de la Ilíada y la Odisea el indiscutible mérito de haberse llevado la palma en lo que se refiere a la técnica consciente del compositor, mérito que estamos dispuestos, desde luego, a reconocer a aquel mismo que es para nosotros el primero en el campo de la creación intuitiva. Quizá hasta se vea una indicación de trascendencia en esta relación. Todos aquellos defectos y deformidades, de estimación subjetiva en su conjunto, que estamos acostumbrados a considerar como los restos petrificados del período de tradición, ¿no son, quizá, los males casi necesarios con que debía tropezar el genial poeta en su gran empresa, entonces casi sin modelos e incalculablemente difícil?
Nótese bien que el examen de las dos facultades tan heterogéneas como lo instintivo y lo consciente altera la posición del problema homérico y, a mi parecer, también la solución.
Nosotros creemos en un gran poeta autor de la Ilíada y la Odisea; sin embargo, no creemos que este poeta sea Homero.
La solución está ya indicada. Aquella época, que inventó las innumerables fábulas homéricas, que imaginó el mito de la rivalidad entre Homero y Hesíodo, que consideraba toda la poesía del cielo como homérica, expresaba el sentimiento de una singularidad, no estética, sino material, cuando pronunciaba el nombre de Homero. Homero figura en esa época en la serie de nombres tales como Orfeo, Eumulpo, Dédalo, Olimpo, en la serie de los descubridores míticos de una nueva rama del arte, a los cuales era natural que se dedicaran todos los frutos posteriores que las nuevas ramas habían de producir.
Y ciertamente, aquel admirable genio al que debemos la Ilíada y la Odisea pertenece a esta posteridad agradecida; también él, sacrificó su nombre en el altar del padre de toda poesía épica de Homero.
En esta medida, y severamente alejado de todo detalle, he expuesto ante vosotros, los que aquí me honráis con vuestra respetable presencia, los fundamentos estéticos y filosóficos del problema de la personalidad de Homero: en el supuesto de que las formaciones básicas de aquella múltiple cordillera, conocida con el nombre de la cuestión homérica, se comprende mejor cuanto más alejada de ella estemos y cuanto más desde arriba la miremos. Pero al mismo tiempo, yo me imagino haber traído a la memoria de aquellos amigos de la antigüedad, que nos reprochan a nosotros, los filólogos, tanta falta de piedad contra los grandes conceptos y un placer de destruir por destruir, dos cosas en un ejemplo. En primer lugar, aquellos grandes conceptos, como el de la intangibilidad de un genio poético homérico indivisible, eran, en el período prewolfiano, conceptos demasiado grandes y, por ende, interiormente vacíos y frágiles. Si la moderna filología clásica vuelve otra vez a los mismos conceptos, ya no son los mismos odres. En realidad, todo se ha renovado: odre y espíritu, vino y palabra. En general, se advierte que los filólogos han convivido casi todo un siglo con poetas, pensadores y artistas. De aquí que aquel terreno rocoso y pedregoso, que antes se designaba como antigüedad clásica, es hoy un exuberante campo de cultivo.
Y aún podría evocar, en la memoria de aquellos amigos de la antigüedad que se apartan con desconfianza de la filología clásica, otra cosa. Vosotros veneráis la inmortal obra maestra del genio helénico, y os creéis más ricos y felices que cualquier otra generación que hubo de pasarse sin ella; pero no olvidéis que todo ese mundo encantado estuvo en otro tiempo enterrado, sepultado bajo enormes prejuicios; no olvidéis que la sangre y el sudor y la aplicación constante de numerosos adeptos de nuestra ciencia fueron necesarios para sacar a la superficie aquel mundo sumergido. La filología no es la creadora de aquel mundo, es cierto; no es la autora de aquella música inmortal; ¿pero no era ya un mérito, y un mérito grande, ser un virtuoso de aquella música tan largo tiempo indescifrada? ¿Quién era Homero antes de la valerosa hazaña de Wolff? Un buen viejo, en todo caso conocido bajo la rúbrica de un genio natural; en el mejor caso, hijo de una época bárbara, llena de ofensas contra el buen sentido. Pero oigamos cómo se expresaba sobre Homero, aún en 1783, un excelente erudito: ¿Dónde se esconde este amado varón? ¿Por qué permanece tanto tiempo incógnito? A propos, ¿pueden ustedes darme su silueta?
Gratitud pedimos, claro que no para nosotros, que somos un átomo, pero sí para la filología, que no es, ciertamente, ni una musa ni una gracia, pero sí mensajera de los dioses; y así como las musas descendían a las almas inquietas y turbadas de los campesinos beocios, así desciende ahora a un mundo de sombríos cuadros y colores, lleno de los más profundos e incurables dolores, y nos habla, para consolamos, de las bellas y luminosas figuras de un lejano país encantado, azul, feliz.
Y basta, aunque debo aún decir dos palabras muy personales, pero que la ocasión de este discurso justificará.
También un filólogo puede condensar la meta de sus esfuerzos y el camino que lleva a ella, en la breve fórmula de una profesión de fe; y así lo haré yo, invirtiendo una frase de Séneca: Philosophia facta est quae filologia fuit.
Con esto quiero expresar que toda actividad filológica debe estar impregnada de una concepción filosófica del mundo, en la cual todo lo particular y singular sea condenado como algo despreciable, y sólo quede en pie la unidad del todo. Y así, permitidme confiar que yo, inspirado en esta tendencia, no seré ya un extraño entre vosotros. Dadme la seguridad, ya que conocéis mis orientaciones, de que podré tomar parte en vuestras tareas, y sobre todo permitidme creer que he sabido corresponder de una manera digna a la confianza con que las autoridades de este Instituto me han honrado.
Friedrich NietzscheBasilea, 28 de mayo de 1869.
Karl Jaspers - Texto
KARL JASPERS
De Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar
Trad. de Emilio Estiú, Buenos Aires, Sudamericana, 1963
VERDAD Y MUERTE. El peligro de la verdad es más que un riesgo. Toda verdad es muerte, según el parecer de Nietzsche. Pero, aunque con diferentes símbolos, trate de decir lo que piensa acerca de este punto, no llega a aclararlo.
Desde temprano, Nietzsche ha visto, en un símbolo mítico, la unificación del conocimiento último con el naufragio en el abismo espantoso de una monstruosidad aniquiladora. ¡Edipo, el asesino de su padre, el marido de su madre; Edipo el descifrador del enigma de la esfinge! ¿Qué nos dice semejante trinidad?... Que allí donde, a través de las fuerzas adivinadoras, se quiebra la magia de la naturaleza propiamente dicha, tiene que adelantarse, como causa, alguna inaudita monstruosidad, pues ¿cómo podríamos obligar a que la naturaleza abandone sus secretos, sino mediante una resistencia victoriosa, es decir, por lo antinatural?... El mismo que... resuelve el enigma de la naturaleza, como asesino del padre y marido de la madre, tendrá que quebrar las más sagradas ordenaciones de la naturaleza. incluso, el mito parece querer insinuarnos que la sabiduría es una monstruosidad cometida contra la naturaliza; quien, por su saber, precipite la naturaleza al abismo, tendrá que experimentar, en sí mismo, la disolución de ella (1, 67 sq)
En forma de utopía, Nietzsche se imagina la finalización de la tragedia del conocimiento, la decadencia de la humanidad, provocada por el saber. Al hombre le podría quedar el conocimiento de la verdad, como su única e inaudita meta, y eso de un modo tan definitivo, que el sacrificio de la humanidad entera sería adecuado a tal fin. El problema sería este: qué impulso de conocimiento podría llevar al hombre tan lejos como para ofrecerse, por sí mismo, al sacrificio de la muerte, con el brillo de una sabiduría anticipada en los ojos? Quizá, si alguna vez el fin del conocimiento fuese el de fraternizar con los habitantes de otro planetas y si, durante algunos milenios, el saber se comunicara de astro en astro, quizá entonces, el entusiasmo por el conocimiento llegaría a pleamar (4, 50)
A la pregunta de si el hombre y la humanidad quisieran alcanzar la muerte con la verdad; a la pregunta acerca de tal utopía, la respuesta dirá que el hombre se podría atener a ella, sin quererla directamente. Quizá por la pasión del conocimiento, la humanidad sucumba... Nuestro impulso de conocimiento es tan fuerte que todavía podemos apreciar una felicidad sin conocimiento o la felicidad de una fuerte y vigorosa ilusión... Todos preferiríamos la decadencia de la humanidad, al retroceso del conocimiento (4, 296, sq).
Pero sigamos preguntando. ¿Acaso es permitido sacrificar la humanidad a la verdad? El joven Nietzsche contestaba: Por cierto que no es posible... Si lo fuese, constituiría una buena muerte y una liberación de la vida. Pero nadie, salvo ilusión, puede creer que tiene la verdad de modo tan firme... La pregunta de si es permitido sacrificar la humanidad a una ilusión, tiene que ser contestada negativamente (10, 209). Más tarde, después de que en el pensamiento de Nietzsche se produjera un salto radical, dijo: ¡Ensayemos con la verdad! ¡Quizá la humanidad sucumba! ¡Que sucumba! (12, 410).
Al abandonar la exterioridad de la utopía, Nietzsche trató de pensar sobre el carácter incompatible de la existencia dada y de la veracidad. A la cualidad fundamental de la existencia le podría pertenecer el hecho de que, con su pleno conocimiento, sucumbiera (7, 59). En este caso, la verdad sería la aniquilación de las ilusiones; sería el gran medio para subyugar a la humanidad (para que ésta alcanzara su autodestrucción) (14, 270). La verdad, entendida como deber incondicionado, sería hostil al mundo y aniquiladora del mismo (10, 208). Si rige esta proposición: la verdad mata -incluso se mata a sí misma, en cuanto reconoce que su fundamento está en el error- (10, 208), ella debiera estar seguida por esta otra: la voluntad de verdad... podría ser una encubierta voluntad de muerte (5, 275).
Pero Nietzsche no ha tratado de comunicar su peculiar y profunda experiencia de la esencia del conocimiento, que se consuma en la muerte, en los mencionados desarrollo, preferentemente conceptuales. Antes bien, los ha transmitido en repentinas iluminaciones, a través del canto o de proposiciones singulares que aclaran con la rapidez del rayo y concluyen de modo repentino.
Paradójicamente, estima que la esencia del conocer se fundamenta en el nacimiento del amor, aunque el resultado del mismo esté en su propia superación. El cognoscente aspira a reunirse con las cosas, y se ve separado de ellas: he aquí su pasión. De este modo, estará arrastrado por dos movimientos: el que a él mismo lo aniquila o el que por su intermedio, aniquila a las cosas. O bien todo se debe disolver en el conocimiento (esfuerzo por espiritualizar todo), o bien el que conoce se disuelve en las cosas (la muerte y su pathos) (12, 6).
La primera posibilidad (la de disolver todo en el conocimiento), alcanza su punto más alto en la experiencia del canto a la noche (6, 153 sq). Este canto de un amante es el lamento conmovedor de Nietzsche, y parte de la soledad de la verdad clara, a la cual no ha amado ni puede ya amar; pero se agota en la tensión de su voluntad de amar, con un amor indeterminado, sin mundo ni alegría. Soy luz. ¡Ay de mí! Si fuese noche... Vivo en mi propia luz: absorbo en mí mismo las llamas que surgen de mí. No conozco la dicha del que acepta... Es de noche. ¡Ay de mí! ¡Y que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de tinieblas! ¡Y soledad! (6, 153 sq). Una inaudita experiencia lo obliga a decir: estar condenado a no amar por superabundancia de luz, por una naturaleza solar (15, 97). Trátase de la verdad que se atiene a sí misma y se cumple en sí misma.
He aquí el tormento de la verdad que es luz devoradora: su esencia no se transfigura en el espíritu, sino que se solidifica en la existencia dada y fantasmal de un no-ser-ya-más.
Pero también en el mismo contexto, Nietzsche consideró, simbólicamente a la segunda posibilidad (la de disolverse en las cosa, es decir, la de la muerte). En el canto a la noche dice: La respuesta al ditirambo sobre la soledad del sol en la luz, sería Ariadna... ¿Quién, fuera de mí, sabría qué es Ariadna? (15, 100).
Cuando Nietzsche quiere interpretar el secreto último de la verdad, siempre alude, con enigmática ambigüedad, a Ariadna, al laberinto, al Minotauro, a Teseo y a Dionisos; es decir, al íntegro dominio de la mitología. El mencionado secreto dice que la verdad es la muerte o que lo otro, deseado a partir de la pasión por la verdad, a su vez, es la muerte.
La meta y el destino del cognoscente está en el laberinto, de cuyos sinuoso caminos no se puede huir, siendo inminente que el Minotauro aniquile a quien se haya internado por ellos. Luego quien intente la plena independencia del conocimiento sin estar obligado a hacerlo, probará que es audaz hasta la temeridad. Se aventurará a transitar por un laberinto; multiplicará por mil los peligros que la vida lleva implícita en sí misma y de los cuales no es el más pequeño el hecho de que nadie vea, con propios ojos, cómo y dónde se extravía; se destrozará en la soledad y algún Minotauro de la conciencia moral lo reducirá a pedazos. Supuesto que tal hombre perezca, será lejos del entendimiento de los demás hombres: tanto que nadie podrá sentirlo ni nadie podrá compartir su sentimiento. ¡Y no podrá retroceder! (7, 49). El nuevo e independiente filósofo se vuelve con desprecio contra los anteriores, que enseñan el camino hacia la felicidad y hacia la virtud. ¿Hacia donde nos apartamos, para volvernos filósofos... para convertirnos en fantasmas? ¿Acaso no lo hacemos para desprendernos de la virtud y de la felicidad? Por naturaleza somos demasiados felices y demasiados virtuosos, como para no encontrar en la felicidad y en la virtud, una pequeña tentación de llegar a ser filósofos, es decir, inmoralistas y aventureros... Tenemos una peculiar curiosidad por el laberinto: nos esforzamos por conocer al señor Minotauro (16, 437). El filósofo durante años se sienta en su caverna; día y noche discute y conversa a solas, con su alma. La caverna puede ser un laberinto; pero también una mina de oro (7, 267 sq.)
Tal es la verdad: ella conduce al laberinto y a la violencia del Minotauro: pero el cognoscente persigue una meta por completo diferente: Un hombre laberíntico jamás busca la verdad, sino tan sólo a su Ariadna: eso nos diría (12, 259). La búsqueda de la verdad pugna por llegar a lo otro de ella, que también es como la verdad, aunque no sea ninguna de las verdades captadas como tales. Nietzsche no ha dicho o no ha querido decir qué es Ariadna.
Sin embargo ella siempre se trasforma en el pensamiento de Nietzsche en la muerte. Así como antes era la respuesta al aislamiento del sol en la luz, a la espiritualidad separada del ser por la posibilidad de disolverse en su esencia o por la posibilidad de salvarse en el laberinto de la verdad, ahora constituye, en cambio, la decadencia de Teseo en la búsqueda de la verdad. Ariadna, decía Dionisos, tú eres un laberinto. Teseo se ha extraviado en ti y carece de todo hilo. El hecho de no ser devorado por el Minotauro ¿qué utilidad le reportaría? Lo devora algo peor que el Minotauro. Y Ariadna respondía: He aquí mi último amor por Teseo: lo llevo a la ruina (14, 253).
Pero tampoco Nietzsche concluye con esas palabras. Antes bien, si Teseo es absurdo, es decir, si busca la verdad como un fanático de ella y a toda costa, Dionisos será la nueva verdad. Como Teseo, también Nietzsche, está perdido en el laberinto de Ariadna; pero, como Dionisos, Nietzsche llega a ser la verdad que sobrepasa a la muerte y a la vida. A partir de ella, puede decirle a Ariadna: Yo soy tu laberinto (8, 432).[i] ¿Acaso Dionisos sería la verdad, si es que lo oscuro, en tanto perteneciente a la verdad misma, se libra de ésta y la supera, porque dentro del círculo de lo viviente las peripecias paradójicas de la busqueda de la verdad se cerrarían en un ser que únicamente es lo verdadero en Dionisos? Cesa todo concebir; incluso la experiencia peculiar de lo que Nietzsche ya no dice. Ariadna en tanto respuesta a la soledad del sol en su luz; Ariadna como ayuda en el laberinto de la verdad; Ariadna como laberinto; Ariadna por quien Dionisos se hace laberinto, constituyen posiciones en las cuales ella, en cuanto símbolo, sigue siendo enigmática.
Finalmente, la verdad última está, para Nietzsche, en la muerte. Zarathustra es el símbolo, pues el anuncio de su verdad suprema -la plenitud de su esencia y el destino de su necesidad- se unifica con la ruina de Zarathustra. ¿Acaso no ocurriría que el hombre quiere la muerte, porque ella es la verdad, y no se quisiera separar de la muerte, por ser ella la no-verdad? La abismal ambigüedad de la muerte en la verdad y de la verdad en la muerte, no ha sido aclarada por Nietzsche.
NADA ES VERDADERO: TODO ESTÁ PERMITIDO. Si en el mundo toda verdad determinada está puesta en cuestión; si ningún sustituto de la verdad es la verdad misma, aquella formulación sería posible, a pesar de que parece negar toda verdad. Esa proposición, con tanta frecuencia repetida por Nietzsche, no es comprensible en sí misma. Aceptada por sí misma, expresaría la más completa falta de obligaciones; es decir, exigiría la más completa falta de obligaciones; es decir, exigiría lo arbitrario, lo sofístico y lo criminoso. Pero para Nietzsche, ella constituye la liberación de los impulsos más profundos y, por tanto, más verdaderos. Estos no se hallan limitados por alguna forma de la verdad fijada y que, de hecho, sería la no-verdad. La pasión por la verdad, entendida como duda radical e incesante, aniquilaría toda determinabilidad del fenómeno. Si la verdad, en cuanto trascendencia, es decir, en cuanto por completo indeterminada e indeterminable, no puede engañar, cada verdad, sin embargo, considerada en el mundo, puede hacerlo. Luego, sólo la concreta historicidad del indudable presente y lo no sabido por la Existencia es verdadero. La duda no tiene sus limites en algo verdadero, ni en el pensamiento de un ser-verdadero o de una verdad en sí misma, sino en esta Existencia, de acuerdo con las palabras de Hamlet: duda si la verdad puede mentir; únicamente no dudes de mi amor.
Con la problematización del hecho de que todo saber llegaría a fijar la verdad, Nietzsche exige algo extraordinario. Por libertad de espíritu entiendo algo preciso: ser cien veces superior a los filósofos y a otros discípulos de la verdad, por el rigor para conmigo mismo, por la pureza y la valentía... yo trato a los filósofos anteriores como libertines despreciables, cubiertos con el capuchón de la mujer Verdad (15, 489). Sólo la actitud de una infinita apertura de lo posible, bajo la conducción rigurosa de algo que no es sabido, es decir, de la Existencia misma, puede decir con veracidad: nada es verdadero. El sentido de la proposición no está en el desenfreno del arbitrio, sino que debéis dar la mayor prueba de una índole noble (12, 410). Sólo la nobleza innata podría cumplir la inaudita negatividad de aquella proposición, a partir de la posibilidad histórica de su amor y de su voluntad creadora. En efecto: únicamente en ella están los impulsos y los poderes que podrían cuestionar toda la existencia dada de una verdad determinada, porque la nobleza produce lo más alto. Ahora bien: puesto que ya nada más es verdadero, y que todo está permitido, el ser inaccesible es libre. Cuando el ser mismo emerge desde lo profundo de la historicidad, la proposición de Nietzsche tiene significado, superándose, simultáneamente, a sí misma. Su sentido se halla en la puntualidad de un instante decisivo.
Esa proposición sólo puede seguir siendo verdadera dentro del estilo del filosofar de Nietzsche y al conservar toda la verdad pensada por él. Entendida como fórmula breve, es de ruinosa ambigüedad: por el sentido y el significado sentimental expresa de inmediato lo contrario de lo que Nietzsche quiere decir de un modo indirecto. En cuanto expresión de una radical falta de obligación la proposición es, por sí misma, incapaz de producir dirección alguna. Luego, de manera inmediata, y junto con el término de toda verdad, ella significa el naufragio en la posibilidad determinada, que no es nada. En ese punto desaparece la diferencia entre la apariencia verdadera, que acrecienta la vida, y la mentira arbitraria del individuo; entre la historicidad y el caos. Toda existencia dada se identificaría en un plano; todo sería el fenómeno del mismo devenir que, en sí mismo, combate consigo mismo en la forma de la diversidad de las voluntades de poder. El último limite sólo es el vacío absurdo y lo inútil.
A partir de este aspecto, también se puede ver que la mencionada proposición, considerada dentro de nexos totales, no puede constituir el sentido último del pensar de Nietzsche. La frase es el punto extremo, y señala la cima del pensamiento de la verdad, en cuanto quiere expresar, mediante la apariencia de una negación aniquiladora, la más profunda afirmación de la verdad, no captable en ninguna forma general. Pero, en lugar de un símbolo capaz de llamar, proporciona una fórmula polémica, que golpea el rostro. Más que como una interiorización del origen, actúa como expresión de la desesperación.
Al cumplir expresamente los movimientos dialécticos, en los cuales la verdad no alcanza la meta que le es propia en pasaje alguno, puesto que jamás está poseída, sino negada a sí misma, al cumplir dichos movimientos, pues, estamos obligados a volver sobre nosotros mismos para realizar la propia Existencia, es decir, la históricamente presente. Nos percatamos de la no posesión de la verdad mediante el saber de ese movimiento. Sólo la constante prueba del mismo supera el riesgo del engaño, es decir, de la arbitraria justificación y rechazo de todas las cosas. A tal punto nos llevaría ese pensamiento dialéctico, siempre que empleáramos sin reflexión, las fórmulas aisladas y aislantes de Nietzsche como si fuesen aserciones homicidas.
(i) Prescindo de entrar en las discusiones que biográficamente, quisieran mostrar a Ariadna como Cósima Wagner. No se puede dudar que, en ciertas ocasiones, cuando Nietzsche habla de Ariadna, intervienen recuerdos que se refieren a Cósima (eso ocurre, con particular claridad, en 13, 259); otro tanto acontece con las misivas, que le dirige durante su locura: Ariadna te amo. Dionisos. Pero tales conexiones no significan en absoluto nada para la comprensión del sentido filosófico de ese simbolismo que, según su esencia, sigue siendo un limite intraducible al lenguaje de una comprensión racional o psicológica. En general, sólo por la experiencia existencial de los limites el simbolismo de Nietzsche puede manifestarse, y eso a partir de su pasión por la verdad.
De Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar
Trad. de Emilio Estiú, Buenos Aires, Sudamericana, 1963
VERDAD Y MUERTE. El peligro de la verdad es más que un riesgo. Toda verdad es muerte, según el parecer de Nietzsche. Pero, aunque con diferentes símbolos, trate de decir lo que piensa acerca de este punto, no llega a aclararlo.
Desde temprano, Nietzsche ha visto, en un símbolo mítico, la unificación del conocimiento último con el naufragio en el abismo espantoso de una monstruosidad aniquiladora. ¡Edipo, el asesino de su padre, el marido de su madre; Edipo el descifrador del enigma de la esfinge! ¿Qué nos dice semejante trinidad?... Que allí donde, a través de las fuerzas adivinadoras, se quiebra la magia de la naturaleza propiamente dicha, tiene que adelantarse, como causa, alguna inaudita monstruosidad, pues ¿cómo podríamos obligar a que la naturaleza abandone sus secretos, sino mediante una resistencia victoriosa, es decir, por lo antinatural?... El mismo que... resuelve el enigma de la naturaleza, como asesino del padre y marido de la madre, tendrá que quebrar las más sagradas ordenaciones de la naturaleza. incluso, el mito parece querer insinuarnos que la sabiduría es una monstruosidad cometida contra la naturaliza; quien, por su saber, precipite la naturaleza al abismo, tendrá que experimentar, en sí mismo, la disolución de ella (1, 67 sq)
En forma de utopía, Nietzsche se imagina la finalización de la tragedia del conocimiento, la decadencia de la humanidad, provocada por el saber. Al hombre le podría quedar el conocimiento de la verdad, como su única e inaudita meta, y eso de un modo tan definitivo, que el sacrificio de la humanidad entera sería adecuado a tal fin. El problema sería este: qué impulso de conocimiento podría llevar al hombre tan lejos como para ofrecerse, por sí mismo, al sacrificio de la muerte, con el brillo de una sabiduría anticipada en los ojos? Quizá, si alguna vez el fin del conocimiento fuese el de fraternizar con los habitantes de otro planetas y si, durante algunos milenios, el saber se comunicara de astro en astro, quizá entonces, el entusiasmo por el conocimiento llegaría a pleamar (4, 50)
A la pregunta de si el hombre y la humanidad quisieran alcanzar la muerte con la verdad; a la pregunta acerca de tal utopía, la respuesta dirá que el hombre se podría atener a ella, sin quererla directamente. Quizá por la pasión del conocimiento, la humanidad sucumba... Nuestro impulso de conocimiento es tan fuerte que todavía podemos apreciar una felicidad sin conocimiento o la felicidad de una fuerte y vigorosa ilusión... Todos preferiríamos la decadencia de la humanidad, al retroceso del conocimiento (4, 296, sq).
Pero sigamos preguntando. ¿Acaso es permitido sacrificar la humanidad a la verdad? El joven Nietzsche contestaba: Por cierto que no es posible... Si lo fuese, constituiría una buena muerte y una liberación de la vida. Pero nadie, salvo ilusión, puede creer que tiene la verdad de modo tan firme... La pregunta de si es permitido sacrificar la humanidad a una ilusión, tiene que ser contestada negativamente (10, 209). Más tarde, después de que en el pensamiento de Nietzsche se produjera un salto radical, dijo: ¡Ensayemos con la verdad! ¡Quizá la humanidad sucumba! ¡Que sucumba! (12, 410).
Al abandonar la exterioridad de la utopía, Nietzsche trató de pensar sobre el carácter incompatible de la existencia dada y de la veracidad. A la cualidad fundamental de la existencia le podría pertenecer el hecho de que, con su pleno conocimiento, sucumbiera (7, 59). En este caso, la verdad sería la aniquilación de las ilusiones; sería el gran medio para subyugar a la humanidad (para que ésta alcanzara su autodestrucción) (14, 270). La verdad, entendida como deber incondicionado, sería hostil al mundo y aniquiladora del mismo (10, 208). Si rige esta proposición: la verdad mata -incluso se mata a sí misma, en cuanto reconoce que su fundamento está en el error- (10, 208), ella debiera estar seguida por esta otra: la voluntad de verdad... podría ser una encubierta voluntad de muerte (5, 275).
Pero Nietzsche no ha tratado de comunicar su peculiar y profunda experiencia de la esencia del conocimiento, que se consuma en la muerte, en los mencionados desarrollo, preferentemente conceptuales. Antes bien, los ha transmitido en repentinas iluminaciones, a través del canto o de proposiciones singulares que aclaran con la rapidez del rayo y concluyen de modo repentino.
Paradójicamente, estima que la esencia del conocer se fundamenta en el nacimiento del amor, aunque el resultado del mismo esté en su propia superación. El cognoscente aspira a reunirse con las cosas, y se ve separado de ellas: he aquí su pasión. De este modo, estará arrastrado por dos movimientos: el que a él mismo lo aniquila o el que por su intermedio, aniquila a las cosas. O bien todo se debe disolver en el conocimiento (esfuerzo por espiritualizar todo), o bien el que conoce se disuelve en las cosas (la muerte y su pathos) (12, 6).
La primera posibilidad (la de disolver todo en el conocimiento), alcanza su punto más alto en la experiencia del canto a la noche (6, 153 sq). Este canto de un amante es el lamento conmovedor de Nietzsche, y parte de la soledad de la verdad clara, a la cual no ha amado ni puede ya amar; pero se agota en la tensión de su voluntad de amar, con un amor indeterminado, sin mundo ni alegría. Soy luz. ¡Ay de mí! Si fuese noche... Vivo en mi propia luz: absorbo en mí mismo las llamas que surgen de mí. No conozco la dicha del que acepta... Es de noche. ¡Ay de mí! ¡Y que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de tinieblas! ¡Y soledad! (6, 153 sq). Una inaudita experiencia lo obliga a decir: estar condenado a no amar por superabundancia de luz, por una naturaleza solar (15, 97). Trátase de la verdad que se atiene a sí misma y se cumple en sí misma.
He aquí el tormento de la verdad que es luz devoradora: su esencia no se transfigura en el espíritu, sino que se solidifica en la existencia dada y fantasmal de un no-ser-ya-más.
Pero también en el mismo contexto, Nietzsche consideró, simbólicamente a la segunda posibilidad (la de disolverse en las cosa, es decir, la de la muerte). En el canto a la noche dice: La respuesta al ditirambo sobre la soledad del sol en la luz, sería Ariadna... ¿Quién, fuera de mí, sabría qué es Ariadna? (15, 100).
Cuando Nietzsche quiere interpretar el secreto último de la verdad, siempre alude, con enigmática ambigüedad, a Ariadna, al laberinto, al Minotauro, a Teseo y a Dionisos; es decir, al íntegro dominio de la mitología. El mencionado secreto dice que la verdad es la muerte o que lo otro, deseado a partir de la pasión por la verdad, a su vez, es la muerte.
La meta y el destino del cognoscente está en el laberinto, de cuyos sinuoso caminos no se puede huir, siendo inminente que el Minotauro aniquile a quien se haya internado por ellos. Luego quien intente la plena independencia del conocimiento sin estar obligado a hacerlo, probará que es audaz hasta la temeridad. Se aventurará a transitar por un laberinto; multiplicará por mil los peligros que la vida lleva implícita en sí misma y de los cuales no es el más pequeño el hecho de que nadie vea, con propios ojos, cómo y dónde se extravía; se destrozará en la soledad y algún Minotauro de la conciencia moral lo reducirá a pedazos. Supuesto que tal hombre perezca, será lejos del entendimiento de los demás hombres: tanto que nadie podrá sentirlo ni nadie podrá compartir su sentimiento. ¡Y no podrá retroceder! (7, 49). El nuevo e independiente filósofo se vuelve con desprecio contra los anteriores, que enseñan el camino hacia la felicidad y hacia la virtud. ¿Hacia donde nos apartamos, para volvernos filósofos... para convertirnos en fantasmas? ¿Acaso no lo hacemos para desprendernos de la virtud y de la felicidad? Por naturaleza somos demasiados felices y demasiados virtuosos, como para no encontrar en la felicidad y en la virtud, una pequeña tentación de llegar a ser filósofos, es decir, inmoralistas y aventureros... Tenemos una peculiar curiosidad por el laberinto: nos esforzamos por conocer al señor Minotauro (16, 437). El filósofo durante años se sienta en su caverna; día y noche discute y conversa a solas, con su alma. La caverna puede ser un laberinto; pero también una mina de oro (7, 267 sq.)
Tal es la verdad: ella conduce al laberinto y a la violencia del Minotauro: pero el cognoscente persigue una meta por completo diferente: Un hombre laberíntico jamás busca la verdad, sino tan sólo a su Ariadna: eso nos diría (12, 259). La búsqueda de la verdad pugna por llegar a lo otro de ella, que también es como la verdad, aunque no sea ninguna de las verdades captadas como tales. Nietzsche no ha dicho o no ha querido decir qué es Ariadna.
Sin embargo ella siempre se trasforma en el pensamiento de Nietzsche en la muerte. Así como antes era la respuesta al aislamiento del sol en la luz, a la espiritualidad separada del ser por la posibilidad de disolverse en su esencia o por la posibilidad de salvarse en el laberinto de la verdad, ahora constituye, en cambio, la decadencia de Teseo en la búsqueda de la verdad. Ariadna, decía Dionisos, tú eres un laberinto. Teseo se ha extraviado en ti y carece de todo hilo. El hecho de no ser devorado por el Minotauro ¿qué utilidad le reportaría? Lo devora algo peor que el Minotauro. Y Ariadna respondía: He aquí mi último amor por Teseo: lo llevo a la ruina (14, 253).
Pero tampoco Nietzsche concluye con esas palabras. Antes bien, si Teseo es absurdo, es decir, si busca la verdad como un fanático de ella y a toda costa, Dionisos será la nueva verdad. Como Teseo, también Nietzsche, está perdido en el laberinto de Ariadna; pero, como Dionisos, Nietzsche llega a ser la verdad que sobrepasa a la muerte y a la vida. A partir de ella, puede decirle a Ariadna: Yo soy tu laberinto (8, 432).[i] ¿Acaso Dionisos sería la verdad, si es que lo oscuro, en tanto perteneciente a la verdad misma, se libra de ésta y la supera, porque dentro del círculo de lo viviente las peripecias paradójicas de la busqueda de la verdad se cerrarían en un ser que únicamente es lo verdadero en Dionisos? Cesa todo concebir; incluso la experiencia peculiar de lo que Nietzsche ya no dice. Ariadna en tanto respuesta a la soledad del sol en su luz; Ariadna como ayuda en el laberinto de la verdad; Ariadna como laberinto; Ariadna por quien Dionisos se hace laberinto, constituyen posiciones en las cuales ella, en cuanto símbolo, sigue siendo enigmática.
Finalmente, la verdad última está, para Nietzsche, en la muerte. Zarathustra es el símbolo, pues el anuncio de su verdad suprema -la plenitud de su esencia y el destino de su necesidad- se unifica con la ruina de Zarathustra. ¿Acaso no ocurriría que el hombre quiere la muerte, porque ella es la verdad, y no se quisiera separar de la muerte, por ser ella la no-verdad? La abismal ambigüedad de la muerte en la verdad y de la verdad en la muerte, no ha sido aclarada por Nietzsche.
NADA ES VERDADERO: TODO ESTÁ PERMITIDO. Si en el mundo toda verdad determinada está puesta en cuestión; si ningún sustituto de la verdad es la verdad misma, aquella formulación sería posible, a pesar de que parece negar toda verdad. Esa proposición, con tanta frecuencia repetida por Nietzsche, no es comprensible en sí misma. Aceptada por sí misma, expresaría la más completa falta de obligaciones; es decir, exigiría la más completa falta de obligaciones; es decir, exigiría lo arbitrario, lo sofístico y lo criminoso. Pero para Nietzsche, ella constituye la liberación de los impulsos más profundos y, por tanto, más verdaderos. Estos no se hallan limitados por alguna forma de la verdad fijada y que, de hecho, sería la no-verdad. La pasión por la verdad, entendida como duda radical e incesante, aniquilaría toda determinabilidad del fenómeno. Si la verdad, en cuanto trascendencia, es decir, en cuanto por completo indeterminada e indeterminable, no puede engañar, cada verdad, sin embargo, considerada en el mundo, puede hacerlo. Luego, sólo la concreta historicidad del indudable presente y lo no sabido por la Existencia es verdadero. La duda no tiene sus limites en algo verdadero, ni en el pensamiento de un ser-verdadero o de una verdad en sí misma, sino en esta Existencia, de acuerdo con las palabras de Hamlet: duda si la verdad puede mentir; únicamente no dudes de mi amor.
Con la problematización del hecho de que todo saber llegaría a fijar la verdad, Nietzsche exige algo extraordinario. Por libertad de espíritu entiendo algo preciso: ser cien veces superior a los filósofos y a otros discípulos de la verdad, por el rigor para conmigo mismo, por la pureza y la valentía... yo trato a los filósofos anteriores como libertines despreciables, cubiertos con el capuchón de la mujer Verdad (15, 489). Sólo la actitud de una infinita apertura de lo posible, bajo la conducción rigurosa de algo que no es sabido, es decir, de la Existencia misma, puede decir con veracidad: nada es verdadero. El sentido de la proposición no está en el desenfreno del arbitrio, sino que debéis dar la mayor prueba de una índole noble (12, 410). Sólo la nobleza innata podría cumplir la inaudita negatividad de aquella proposición, a partir de la posibilidad histórica de su amor y de su voluntad creadora. En efecto: únicamente en ella están los impulsos y los poderes que podrían cuestionar toda la existencia dada de una verdad determinada, porque la nobleza produce lo más alto. Ahora bien: puesto que ya nada más es verdadero, y que todo está permitido, el ser inaccesible es libre. Cuando el ser mismo emerge desde lo profundo de la historicidad, la proposición de Nietzsche tiene significado, superándose, simultáneamente, a sí misma. Su sentido se halla en la puntualidad de un instante decisivo.
Esa proposición sólo puede seguir siendo verdadera dentro del estilo del filosofar de Nietzsche y al conservar toda la verdad pensada por él. Entendida como fórmula breve, es de ruinosa ambigüedad: por el sentido y el significado sentimental expresa de inmediato lo contrario de lo que Nietzsche quiere decir de un modo indirecto. En cuanto expresión de una radical falta de obligación la proposición es, por sí misma, incapaz de producir dirección alguna. Luego, de manera inmediata, y junto con el término de toda verdad, ella significa el naufragio en la posibilidad determinada, que no es nada. En ese punto desaparece la diferencia entre la apariencia verdadera, que acrecienta la vida, y la mentira arbitraria del individuo; entre la historicidad y el caos. Toda existencia dada se identificaría en un plano; todo sería el fenómeno del mismo devenir que, en sí mismo, combate consigo mismo en la forma de la diversidad de las voluntades de poder. El último limite sólo es el vacío absurdo y lo inútil.
A partir de este aspecto, también se puede ver que la mencionada proposición, considerada dentro de nexos totales, no puede constituir el sentido último del pensar de Nietzsche. La frase es el punto extremo, y señala la cima del pensamiento de la verdad, en cuanto quiere expresar, mediante la apariencia de una negación aniquiladora, la más profunda afirmación de la verdad, no captable en ninguna forma general. Pero, en lugar de un símbolo capaz de llamar, proporciona una fórmula polémica, que golpea el rostro. Más que como una interiorización del origen, actúa como expresión de la desesperación.
Al cumplir expresamente los movimientos dialécticos, en los cuales la verdad no alcanza la meta que le es propia en pasaje alguno, puesto que jamás está poseída, sino negada a sí misma, al cumplir dichos movimientos, pues, estamos obligados a volver sobre nosotros mismos para realizar la propia Existencia, es decir, la históricamente presente. Nos percatamos de la no posesión de la verdad mediante el saber de ese movimiento. Sólo la constante prueba del mismo supera el riesgo del engaño, es decir, de la arbitraria justificación y rechazo de todas las cosas. A tal punto nos llevaría ese pensamiento dialéctico, siempre que empleáramos sin reflexión, las fórmulas aisladas y aislantes de Nietzsche como si fuesen aserciones homicidas.
(i) Prescindo de entrar en las discusiones que biográficamente, quisieran mostrar a Ariadna como Cósima Wagner. No se puede dudar que, en ciertas ocasiones, cuando Nietzsche habla de Ariadna, intervienen recuerdos que se refieren a Cósima (eso ocurre, con particular claridad, en 13, 259); otro tanto acontece con las misivas, que le dirige durante su locura: Ariadna te amo. Dionisos. Pero tales conexiones no significan en absoluto nada para la comprensión del sentido filosófico de ese simbolismo que, según su esencia, sigue siendo un limite intraducible al lenguaje de una comprensión racional o psicológica. En general, sólo por la experiencia existencial de los limites el simbolismo de Nietzsche puede manifestarse, y eso a partir de su pasión por la verdad.
martes, 20 de marzo de 2007
Thomas Nagel - Relacion mente cerebro
¿Cuál podría ser la relación entre conciencia y cerebro?
Todos sabemos que lo que sucede en la conciencia depende de lo que sucede en el cuerpo. Si te golpeas un dedo del pie, te duele mucho. Si cierras los OJOS, no puedes ver lo que está enfrente. Si muerdes una barra de Valor, te sabe a chocolate. Si recibes un golpe en la cabeza, pierdes el sentido.
Las pruebas señalan que para que algo suceda en tu mente o en tu conciencia, algo tiene que ocurrir en tu cerebro. (No sentirías dolor alguno al golpearte el dedo del pie si los nervios de la pierna y la espina dorsal no condujeran los impulsos del pie al cerebro.) No sabemos qué pasa en tu cerebro cuando piensas: "No sé si tendré tiempo de cortarme el pelo en la tarde". Pero estamos bastante seguros de que algo pasa, algo que implica cambios químicos y eléctricos en los miles de millones de células nerviosas de que está compuesto el cerebro.
En algunos casos sabemos cómo afecta el cerebro a la mente y cómo afecta ésta al cerebro. Por ejemplo, sabemos que estimular ciertas células del cerebro situadas en la parte posterior de la cabeza produce experiencias visuales. Y sabemos que cuando decides servirte otra rebanada de pastel, ciertas células cerebrales envían impulsos a los músculos de tu brazo. No conocemos muchos detalles, pero es claro que hay complejas relaciones entre lo que sucede en tu mente y los procesos físicos que se dan en tu cerebro. Hasta aquí todo pertenece a la ciencia, no a la filosofía.
Pero hay una pregunta filosófica sobre la relación entre mente y cerebro: ¿Tu mente es algo distinto del cerebro, aunque esté conectada a él, o es el cerebro? ¿Los pensamientos, sentimientos, percepciones, sensaciones y deseos ocurren además en todos los procesos físicos en tu cerebro, o forman ellos mismos parte de dichos procesos?
¿Qué sucede, por ejemplo, cuando muerdes una barra de chocolate? El chocolate se disuelve en tu lengua y causa cambios químicos en las papilas sugestivas, las cuales envían ciertos impulsos eléctricos por los nervios que van de tu lengua al cerebro, y cuando estos impulsos llegan a éste producen allí otros cambios físicos; finalmente, percibes el sabor a chocolate. ¿Qué es eso? ¿Puede ser tan sólo una transformación física de algunas células cerebrales?, o tiene que ser algo completamente distinto?
Si mientras comes una barra de chocolate un científico quitara la parte superior de tu cráneo y mirara tu cerebro, todo lo que vería no sería más que una masa gris de neuronas. Si usara instrumentos para medir lo que sucede dentro, detectaría complicados procesos físicos de muchas clases diferentes. Pero, ¿encontraría el sabor a chocolate?
Al parecer no podría encontrarlo en tu cerebro, porque tu experiencia de saborear chocolate está encerrada en tu mente de tal modo que hace imposible que alguien pueda observarla, aunque abra tu cráneo y mire tu cerebro. Tus experiencias están dentro de tu mente con un tipo de interioridad que difiere del modo en que tu cerebro está dentro de tu cabeza. Alguien puede abrir tu cabeza y ver lo que hay dentro, pero no abrir tu mente y mirar en su interior; en todo caso, no de la misma forma.
No se trata tan sólo de que el sabor a chocolate sea eso, un sabor, y de ahí que no pudiera ser visto. Supongamos que un científico estuviera lo bastante loco para tratar de observar tu experiencia de saborear chocolate lamiendo tu cerebro mientras comes una barra de chocolate. Ante todo, probablemente tu cerebro no le sabría para nada a chocolate pero, aunque fuera lo contrario, no habría logrado introducirse en tu mente y observar tu experiencia de saborear ese chocolate. Sólo habría descubierto que, por extraño que parezca, cuando pruebas chocolate tu cerebro cambia de tal modo que les sabe a chocolate a otras personas. Él tendría su sabor a chocolate, y tú, el tuyo.
Si lo que sucede en tu experiencia está dentro de tu mente de una forma en la cual no está lo que ocurre en tu cerebro, parece que la experiencia y otros estados mentales no pueden ser sólo estados físicos del cerebro. Debe haber algo más en ti que tu cuerpo con su activísimo sistema nervioso.
Cuestiones:
Clasifica los enunciados siguientes según describan un hecho físico o uno mental:
Delante de mí hay una mesa.
Tengo la sensación visual de una mesa colocada delante de mí.
Estoy enamorada/o. Mi chico/a es muy alto/a.
Los naranjos están florecidos.
Me parece que he olvidado las llaves.
El Instituto donde estudio está en Alicante.
Creo que aprobaré esta evaluación.
¿En qué te has basado para realizar la clasificación anterior? ¿Qué característica común poseen los hechos físicos que no poseen las entidades mentales? Si no tienes claras las respuestas a estas cuestiones, responde a las siguientes y vuelve después:
¿Puede ponerme tu jersey? ¿Por qué?
¿Puedo ver la sensación visual que tienes tú del jersey? ¿Por qué?
¿Puedo tener tu dolor de muelas? ¿Por qué?
¿Puedo coger tu dentadura? ¿Por qué?
¿Puedo robarte la cartera? ¿Por qué?
¿Puedo (en un sentido literal, no metafórico) robarte tu enamoramiento? ¿Por qué?
¿Cuál es la pregunta científica y cuál es la pregunta filosófica sobre la relación entre la mente y el cerebro?
Todos sabemos que lo que sucede en la conciencia depende de lo que sucede en el cuerpo. Si te golpeas un dedo del pie, te duele mucho. Si cierras los OJOS, no puedes ver lo que está enfrente. Si muerdes una barra de Valor, te sabe a chocolate. Si recibes un golpe en la cabeza, pierdes el sentido.
Las pruebas señalan que para que algo suceda en tu mente o en tu conciencia, algo tiene que ocurrir en tu cerebro. (No sentirías dolor alguno al golpearte el dedo del pie si los nervios de la pierna y la espina dorsal no condujeran los impulsos del pie al cerebro.) No sabemos qué pasa en tu cerebro cuando piensas: "No sé si tendré tiempo de cortarme el pelo en la tarde". Pero estamos bastante seguros de que algo pasa, algo que implica cambios químicos y eléctricos en los miles de millones de células nerviosas de que está compuesto el cerebro.
En algunos casos sabemos cómo afecta el cerebro a la mente y cómo afecta ésta al cerebro. Por ejemplo, sabemos que estimular ciertas células del cerebro situadas en la parte posterior de la cabeza produce experiencias visuales. Y sabemos que cuando decides servirte otra rebanada de pastel, ciertas células cerebrales envían impulsos a los músculos de tu brazo. No conocemos muchos detalles, pero es claro que hay complejas relaciones entre lo que sucede en tu mente y los procesos físicos que se dan en tu cerebro. Hasta aquí todo pertenece a la ciencia, no a la filosofía.
Pero hay una pregunta filosófica sobre la relación entre mente y cerebro: ¿Tu mente es algo distinto del cerebro, aunque esté conectada a él, o es el cerebro? ¿Los pensamientos, sentimientos, percepciones, sensaciones y deseos ocurren además en todos los procesos físicos en tu cerebro, o forman ellos mismos parte de dichos procesos?
¿Qué sucede, por ejemplo, cuando muerdes una barra de chocolate? El chocolate se disuelve en tu lengua y causa cambios químicos en las papilas sugestivas, las cuales envían ciertos impulsos eléctricos por los nervios que van de tu lengua al cerebro, y cuando estos impulsos llegan a éste producen allí otros cambios físicos; finalmente, percibes el sabor a chocolate. ¿Qué es eso? ¿Puede ser tan sólo una transformación física de algunas células cerebrales?, o tiene que ser algo completamente distinto?
Si mientras comes una barra de chocolate un científico quitara la parte superior de tu cráneo y mirara tu cerebro, todo lo que vería no sería más que una masa gris de neuronas. Si usara instrumentos para medir lo que sucede dentro, detectaría complicados procesos físicos de muchas clases diferentes. Pero, ¿encontraría el sabor a chocolate?
Al parecer no podría encontrarlo en tu cerebro, porque tu experiencia de saborear chocolate está encerrada en tu mente de tal modo que hace imposible que alguien pueda observarla, aunque abra tu cráneo y mire tu cerebro. Tus experiencias están dentro de tu mente con un tipo de interioridad que difiere del modo en que tu cerebro está dentro de tu cabeza. Alguien puede abrir tu cabeza y ver lo que hay dentro, pero no abrir tu mente y mirar en su interior; en todo caso, no de la misma forma.
No se trata tan sólo de que el sabor a chocolate sea eso, un sabor, y de ahí que no pudiera ser visto. Supongamos que un científico estuviera lo bastante loco para tratar de observar tu experiencia de saborear chocolate lamiendo tu cerebro mientras comes una barra de chocolate. Ante todo, probablemente tu cerebro no le sabría para nada a chocolate pero, aunque fuera lo contrario, no habría logrado introducirse en tu mente y observar tu experiencia de saborear ese chocolate. Sólo habría descubierto que, por extraño que parezca, cuando pruebas chocolate tu cerebro cambia de tal modo que les sabe a chocolate a otras personas. Él tendría su sabor a chocolate, y tú, el tuyo.
Si lo que sucede en tu experiencia está dentro de tu mente de una forma en la cual no está lo que ocurre en tu cerebro, parece que la experiencia y otros estados mentales no pueden ser sólo estados físicos del cerebro. Debe haber algo más en ti que tu cuerpo con su activísimo sistema nervioso.
Cuestiones:
Clasifica los enunciados siguientes según describan un hecho físico o uno mental:
Delante de mí hay una mesa.
Tengo la sensación visual de una mesa colocada delante de mí.
Estoy enamorada/o. Mi chico/a es muy alto/a.
Los naranjos están florecidos.
Me parece que he olvidado las llaves.
El Instituto donde estudio está en Alicante.
Creo que aprobaré esta evaluación.
¿En qué te has basado para realizar la clasificación anterior? ¿Qué característica común poseen los hechos físicos que no poseen las entidades mentales? Si no tienes claras las respuestas a estas cuestiones, responde a las siguientes y vuelve después:
¿Puede ponerme tu jersey? ¿Por qué?
¿Puedo ver la sensación visual que tienes tú del jersey? ¿Por qué?
¿Puedo tener tu dolor de muelas? ¿Por qué?
¿Puedo coger tu dentadura? ¿Por qué?
¿Puedo robarte la cartera? ¿Por qué?
¿Puedo (en un sentido literal, no metafórico) robarte tu enamoramiento? ¿Por qué?
¿Cuál es la pregunta científica y cuál es la pregunta filosófica sobre la relación entre la mente y el cerebro?
Richard Rorty - Entrevista
Una filosofía demasiado humana
Contra el "proto-fascismo" republicano y la retórica que critica pero no hace propuestas reales, Richard Rorty, uno de los filósofos más reconocidos de los EE.UU. reivindica la imagen de una comunidad humana capaz de darse a sí misma los fundamentos de una moral de la solidaridad. En esta charla exclusiva habla de la tensión entre utopías e ideales y del modesto papel que le cabe a la filosofía en la solución de los dilemas de un mundo que precisa, con urgencia, nuevos paraísos.
IVANA COSTA
A Richard Rorty se lo considera, hoy en día, el más grande filósofo norteamericano. Pero el más grande filósofo es un título que él rechazaría convencido, sin modestia. En el vocabulario del pragmatismo, la corriente de pensamiento por la que ha bregado con vehemencia, con sólidas razones y con gran talento literario, el más grande filósofo no es alguien que merezca reverencia intelectual o mayor atención, siquiera, que cualquiera que se ponga a pensar seria y sinceramente sobre algún problema. Para Rorty, los filósofos no son dueños de ninguna verdad inefable ni de un misterio más exquisito ni de un catalejo más apropiado para ver de lejos. Justamente una parte de la "grandeza filosófica" de Rorty consiste en haber argumentado con claridad contra la idea de que la filosofía pueda imponerse como perspectiva privilegiada del saber.En su libro La filosofía y el espejo de la naturaleza, uno de los mejores del siglo XX en su disciplina, publicado en 1979 como texto académico y convertido —él mismo lo dice con frecuencia— en un insospechado éxito editorial, Rorty mostró que la idea de que la filosofía puede confirmar o desacreditar las pretensiones de conocimiento de la ciencia, la ética, el arte o la religión es una construcción histórica que debe ser rechazada de plano. Si la filosofía se transformó en una especie de tribunal de la cultura es porque se adjudicó una "comprensión especial de la naturaleza del conocimiento y de la mente" que hoy resulta ilegítima. Los filósofos —dice Rorty— no tienen un conocimiento peculiar, superior, que pueda conducirlos sin obstáculos hacia afirmaciones más ciertas o seguras. ¿Por qué, entonces, damos crédito a las opiniones de los filósofos? "Las útiles observaciones que puedan hacer sobre diversos temas —sostiene Rorty— son posibles por su familiaridad con los antecedentes históricos de las discusiones sobre temas semejantes y, lo que es de suma importancia, por el hecho de que las discusiones sobre tales temas van acompañadas de clichés filosóficos desfasados que los demás participantes han encontrado alguna vez en sus lecturas pero sobre los cuales los filósofos profesionales saben de memoria los pros y los contras."Un colega de Rorty, compañero suyo en la Universidad de Stanford, decía recientemente: "Se puede llegar a discutir si él es o no el pensador más importante de la actualidad, pero es indiscutible que Rick es el mejor escritor filosófico que ha surgido desde Bertrand Russell". Esto último es muy atendible. El pragmatismo —el movimiento que William James, Charles Pierce, Oliver Wendell Holmes y John Dewey fundaron a fines del siglo XIX y que llegó a imponerse como "filosofía norteamericana" (o como un modo norteamericano de encarar las cosas)— recibió un impulso inmenso en el siglo XX gracias a los escritos de Rorty, a su inusual combinación de sutileza literaria con un modo agudo, preciso de encadenar los razonamientos críticos. Así también, el pragmatismo (o neopragmatismo) que Rorty contribuyó a difundir ha permitido recuperar la idea de una filosofía norteamericana, estadounidense, como una perspectiva "nueva", definida por su desapego a la metafísica y por oposición a las corrientes filosóficas de la "vieja Europa" como el positivismo, el pensamiento analítico, la fenomenología. El pragmatismo, en este punto, puede sintetizarse como un rechazo por la noción de verdad objetiva ("La verdad no es la clase de cosas sobre las cuales uno esperaría tener una interesante teoría"). La verdad, para el pragmatismo, es circunstancial, aunque no completamente relativa sino resultado de un acuerdo entre los seres humanos por medio del diálogo. Rechaza también esta filosofía la idea de una racionalidad ahistórica, capaz de definir de antemano el carácter de lo que es moral y de lo que no lo es, y finalmente rechaza la "objetividad" de los hechos y de las explicaciones que de ellos nos forjamos. Ahora, en qué medida puedan corresponderse las aspiraciones del pragmatismo con las efectivas prácticas políticas y tecnocientíficas que identifican hoy a lo norteamericano es incierto. En esta nota, Rorty da cuenta de esa incertidumbre. Rorty no es especialmente afecto a las entrevistas. Cordial y amable —como se mostró en 1997, cuando visitó la Argentina y disertó para docentes, alumnos, vecinos y curiosos en la sede de la facultad de filosofía de la UBA, en el barrio de Caballito—, siempre ha sido tímido. Quienes lo conocen bien dicen que arrastra esa timidez desde la infancia. Su padre era un militante trotskista que había renegado del comunismo. "Yo nací y crecí trotskista —ha dicho el filósofo— como otros nacen metodistas o judíos: el trotskismo era la fe en mi hogar". En consecuencia, durante la infancia de Rorty, en su familia se sentía próxima la persecución estalinista y luego la macartista. En 1940, cuando Richard Rorty tenía 9 años, Stalin logró finalmente que uno de sus mandaderos asesinara a Trotski, luego de perseguir y liquidar a sus hijos en distintas partes del planeta. También el padre de Rorty —cuentan— temía que quisieran envenenar a su familia, de modo que incluso la merienda que Richard llevaba a la escuela se amasaba en casa. Rorty confesó alguna vez que durante mucho tiempo comió, avergonzado, su pancito casero a escondidas de sus compañeros que compartían en el recreo, con todos los demás, sus galletitas compradas en el almacén.La herencia paterna signó, por otra parte, una firme inclinación a escribir sobre política y a procurar que las propias opiniones públicas tengan un efecto concreto en el juego político norteamericano (en esta entrevista Rorty va a denostar, por ejemplo, el "proto-fascismo" que está desarrollando en su país el partido republicano). "Yo escribo —dice al comienzo del diálogo— tanto sobre filosofía como sobre política. Estos dos tipos de escritos no tienen mucho que ver el uno con el otro, aunque veo que los escritos filosóficos son mucho más parecidos a una pieza única que vuelve sobre el mismo, viejo y remanido argumento antimetafísico una y otra vez..."
- —En alguna oportunidad, usted definió la filosofía como cierta tradición literaria y como los diversos modos de leer esa tradición. Pero casi todos esos textos —de Platón hasta hoy— proponen una relación de carácter metafísico entre los seres humanos y el universo. ¿Debería considerarse al pragmatismo como continuidad de esa tradición?
- —En los años que pasaron desde que Friedrich Nietzsche y William James escribieron, la filosofía se ha vuelto cada vez menos metafísica. El pragmatismo, tal como yo lo entiendo, debería considerarse como la rama americana del rechazo mundialmente difundido por la metafísica. Es decir, por la idea de que hay algo interesante que nosotros podemos decir acerca de la relación de los seres humanos como tales con el universo como tal.
- —Dos preguntas en relación con los usos que otros pensadores o políticos han hecho de cierta terminología forjada en sus textos. La primera: en su libro "¿Esperanza o conocimiento?" comparó la "metafísica de la presencia", identificada con la filosofía europea, con una "nueva metafísica", identificada con la democracia. Distinguió así entre la "vieja Europa" y la "nueva América". ¿Qué impresión le causó el uso que hizo Donald Rumsfeld de esta distinción antes de la invasión a Irak?
- —No creo haber hablado sobre una "nueva metafísica", pero si lo hice no debería haberlo hecho... Creo que no hay grandes diferencias entre Europa y los Estados Unidos, sólo diferencias entre la gente. Por ejemplo, entre gente como Donald Rumsfeld y George W. Bush y la gente que es, en general, más sensible y prudente.Quiénes somosNadie, obviamente, es dueño del vocabulario en el que se expresan las ideas pero a veces la suerte de una fórmula atractiva puede quedar presa de ideas aberrantes. En el ensayo "Universalismo Moral y Emergencia Económica", Rorty ha explicado en detalle por qué la pregunta "¿Quiénes somos?" —su enunciación como aspiración a un proyecto futuro y no como atadura al determinismo del pasado cristalizado— es preferible a la pregunta filosófica "¿Qué somos?", que puede ser reaccionaria. Este año, sin embargo, el politólogo Samuel Huntington publicó un controvertido libro titulado ¿Quiénes somos?, en el cual exhorta a defender una supuesta pureza racial norteamericana —"una fortaleza insular anglo protestante", la describió el The Washington Post— contra la amenaza de la inmigración hispana.
- —¿Cuál es su opinión sobre el uso de esta fórmula en relación con las conclusiones que Huntington extrae de ella?
- —El libro de Huntington, muy malo, no le dice a uno prácticamente nada sobre Norteamérica. Solamente informa acerca de las reacciones de la idiosincrasia de Huntington contra algunas tendencias en la vida americana.La moral de la solidaridad"Ninguno de los filósofos que estudié en la universidad me llevaron a modificar mis posiciones políticas o éticas", suele decir Rorty. Más allá del afán provocador de la frase, ella quiere decir que así como la filosofía no es tribunal de la racionalidad en su función cognoscitiva, tampoco puede tener la expectativa de dar con un fundamento racional universalmente válido para la ética. Contra el racionalismo —y contra la idea de que es la filosofía la que nos conducirá hacia una base racional que nos redima de la inmoralidad—, Rorty ha buscado en la literatura las fuentes de la ética colectiva y de la moral individual. En Walt Whitman rastrea el origen del ideal democrático norteamericano y en la literatura de Henry James y Marcel Proust encuentra las fuentes de la ética individual. "Habitualmente se piensa que Proust y James nos forman de la misma manera en que nos forman Sócrates y Shakespeare; ya que no sólo nos dan vívidos retratos de personas que hasta entonces nos resultaban desconocidas, sino que además nos fuerzan a experimentar vívidas dudas sobre nosotros mismos." Pero para Rorty, lo que esta literatura ofrece es más profundo todavía: "Así como las personas religiosas que al leer los textos sagrados se ven capturados por algo superior a ellos, algo que a veces puede parecerse al éxtasis del orgasmo, así también los lectores de James y Proust —escribe— se ven de pronto capturados en una suerte de aumento de la imaginación y de cierta intensidad compartida en la apreciación del tiempo, similar a la que tiene lugar cuando dos amantes ven que su amor es recíproco. Proust y James ofrecen una redención a sus lectores, pero no una verdad redentora; de la misma manera en que el amor redime al amante y sin embargo no le agrega nada a su conocimiento."Rorty también atacó con argumentos filosóficos la idea kantiana de que existe un fundamento racional y universal de la moral. En su libro Contingencia, ironía y solidaridad ha insistido en la necesidad de tomar a la moral como una cuestión de intersubjetividades que dialogan. En el plano práctico, la objetividad es solidaridad, o sea: un intento por alcanzar el mayor acuerdo posible entre los seres humanos y entre las diversas comunidades.
- —En sus escritos, una moral de la solidaridad, basada en la piedad o en la compasión por el que sufre humillación o dolor reemplaza al ideal metafísico de una ética fundada en un imperativo moral de la Razón. ¿Pero por qué estos sentimientos deberían considerarse menos metafísicos que la Razón?
- —Tanto la religión como la filosofía moral son parasitarias de sentimientos como el de benevolencia. Si no hubiera habido sentimientos de este tipo de los cuales echar mano, la religión y la filosofía no habrían tenido la influencia civilizatoria que tuvieron. Pero, por cierto, la gente contaba con este tipo de sentimientos mucho antes de que se inventaran la religión y la filosofía.
- —¿No hay reminiscencias religiosas en el uso que hace de estos sentimientos al ponerlos en juego en el debate ético? O, si prefiere: ¿se considera una persona religiosa en algún sentido?
- —No, no soy religioso en absoluto. Nunca lo fui.
- —Este mes llegó a la Argentina la reedición de "La posibilidad del altruismo", en el cual Thomas Nagel sostiene que el altruismo no puede basarse en sentimientos como la simpatía sino en aspectos formales de la razón práctica. ¿Hay nuevos argumentos para apoyar el punto de vista de una racionalidad universal?
- —A mí, el libro de Nagel no me pareció convincente en su momento. En esta misma línea kantiana, los argumentos más detallados los pude hallar en el reciente libro de Cristine Korsgaard The Sources of Normativity (Las fuentes de la normatividad). Pero tampoco me convencen, le diré, los argumentos de Korsgaard. Korsgaard, profesora de la Universidad de Harvard, plantea que, si bien se supone que los conceptos éticos obligan, guían, aconsejan o determinan nuestra conducta, uno puede preguntarse de dónde proviene la autoridad que estos conceptos ejercen sobre nosotros. Korsgaard concluye que la autonomía moral kantiana es el fundamento que mejor sintetiza las diversas respuestas planteadas a esta pregunta a lo largo de la historia de la filosofía moderna. "Yo no creo —dice Rorty—, sin embargo, que tenga mucho sentido tratar de fundar la moralidad en alguna otra cosa. Desde mi punto de vista, los sentimientos de benevolencia, por ejemplo, no son una base para la moralidad en el mismo sentido en que se supone que son bases de la moral los argumentos que ofrecieron Kant en su momento o Nagel o Korsgaard. Los sentimientos de benevolencia no son razones para que uno sea una persona moral, son simplemente estados mentales que a veces llevan a que la gente infrinja menos daño a otros."¿Hay futuro sin pasado?En los escritos de Rorty llama la atención la apelación al futuro no sólo como eje de los razonamientos sino también como inflexión hacia una cultura literaria. Su idea de que el tema de la filosofía es el futuro apunta, por un lado, a generar en la comunidad intelectual y filosófica la "disposición a ser apabullado por las experiencias de mañana; a permanecer abierto a la posibilidad de que el próximo libro que leamos o la próxima persona que encontremos cambie nuestra vida". La racionalidad —escribió Rorty— "no puede clausurarse a esta posibilidad de disrupción sin caer víctima de la pedantería". Por otro lado, el tema del futuro implica, en el plano político, una perspectiva más discutible. "Al pragmatismo no le interesa justificar tradiciones pasadas sino reemplazar un presente insatisfecho por un futuro mejor", dice Rorty. Es en este contexto que él contrapone, por ejemplo la pregunta tradicional de la filosofía "¿Qué somos?", que pretende hallar algo así como una naturaleza humana en un pasado atemporal, por "¿Quiénes somos?", pregunta política que busca discernir habilidades y competencias en función de una identidad moral comunitaria y orientada como proyecto hacia el futuro. Sin embargo, en la tensión al futuro que Rorty reivindica ¿no convive cierto menosprecio del pasado? ¿En todos los casos sería deseable descartar el pasado para satisfacer el presente o el futuro? Quizá sólo aquellas comunidades que tienen un presente del todo satisfecho pueden prescindir del pasado como medida de sus expectativas futuras. La historia de los pueblos que atraviesan o atravesaron recientemente dictaduras, genocidios o situaciones de injusticia extrema plantea, en cambio, el problema de que el presente y el proyecto de un futuro mejor no pueden concebirse dejando de lado las muy diferentes representaciones del pasado que se han forjado víctimas, victimarios y sobrevivientes, por ejemplo. Preguntas como "¿Quiénes somos?" o "¿Qué sería mejor para nosotros como comunidad?" se responden, en estos casos, en relación con cierta interpretación del pasado puesto que si no podemos llegar a ciertos acuerdos sobre el pasado ¿por qué debería resultar más útil o mejor la pregunta por el futuro? A la vez, para imaginar un futuro mejor, se hacen propuestas sobre qué es bueno (para una comunidad) y qué no lo es. Aún sin pretender definir la naturaleza humana o la clave de nuestra relación con el mundo, al proyectar imaginamos cómo debería ser nuestra comunidad y cómo deberíamos ser nosotros en ella.
- —¿Toda pregunta por un ideal cae en la trampa metafísica de suponer cierta relación ilegítima entre el hombre y el mundo?
- —No, hay una gran diferencia entre pensamiento utópico y pensamiento metafísico. Usted puede hacer un cierto relato del pasado y un relato acerca de un posible futuro mejor sin tener ningún punto de vista sobre las relaciones entre los seres humanos como tales y el universo como tal. Usted puede practicar la historiografía y comprometerse en política sin tener que preguntarse ni tener que responder a ninguna de las preguntas de la filosofía tradicional.
- —De las corrientes actuales de la filosofía quizá sea la "arqueología" de Michel Foucault la que se propone más claramente como búsqueda proyectada hacia el pasado. Alguna vez, para referirse a ella, usó la expresión "hermenéutica de la sospecha" ¿El método arqueológico sería un modo de remitir nuestras preguntas o sospechas hacia un pasado remoto e inaccesible?
- —La verdad es que nunca entendí realmente lo que Foucault quería decir con "arqueología". Me parece que él pensaba que era un método diferente de la lisa y llana historia intelectual, pero nunca entendí cuál se suponía que era esa diferencia.
- —Usted contó que lo que más le interesa de pensadores como Dewey o autores como Whitman es su "exigencia antimetafísica de que no existe corte de apelación más alta que un consenso democrático". Pero, a la luz de cómo se llegó a la ocupación de Irak, uno puede preguntarse: cuando la última institución del consenso democrático entre las naciones, la ONU, es avasallada por el uso de la fuerza ¿acaso la noción de "consenso democrático" no se vuelve ella misma una expresión formal vacía de contenido, una ilusión metafísica?
- —No lo creo. La invasión de Suez, en 1956, y la invasión de Irak, en 2003, ambas dejaron intacta la idea de que las Naciones Unidas son el único agente que debería tener el derecho de hacer la guerra. Este ideal sobrevivirá mucho más allá de las acciones unilaterales. Incluso, acaso algún día este ideal pueda efectivamente ser puesto en práctica. En definitiva, nadie debería poder restringir nuestra idea de la filosofía como una conversación en pos de utopías posibles, de un nuevo paraíso en la tierra. A la vez que todos reconocemos la necesidad de ocuparnos, más allá de las utopías, de los problemas prácticos que nos preocupan todos los días.
- —Para el pragmatismo, la idea de que todas las culturas son igualmente buenas y racionales es autocontradictoria. ¿Qué posición defendería en el debate surgido el año pasado en Francia por el uso de símbolos religiosos en la escuela?
- —No tengo un punto de vista firme acerca de si las niñas de origen islámico deben usar o no el velo en las escuelas francesas. Uno debería vivir en Francia y debería hablar tanto con los musulmanes franceses como con los franceses no musulmanes sobre los efectos de la nueva legislación antes de adjudicarse el derecho a una opinión sobre este tema. Los filósofos pragmatistas no tratan de deducir de ciertos "primeros principios" un punto de vista propio sobre temas como estos. El pragmatismo piensa la política como una materia experimental, y considera que los resultados de esos experimentos varían de acuerdo a las condiciones locales.
- —Tomando imagen de la filosofía que traza en "La filosofía y el espejo de la naturaleza", como una conversación entre diferentes voces, ¿cuáles son los temas y las voces más interesantes que encuentra en la "conversación" actual?
- —Hoy en día, mis filósofos favoritos son seguidores de Ludwig Wittgenstein, como Robert Brandom, y seguidores de Martin Heidegger, como Gianni Vattimo. Me parece que en ambos casos se trata de pensadores que se encuentran en la vanguardia del movimiento antimetafísico.
- —¿Y en cuanto a las voces de la política norteamericana actual? En 1999 escribió en el diario Clarín que el partido republicano estaba dividido en un "conservadurismo económico" (ejecutivos ricos de grandes corporaciones) y un "conservadurismo cultural" (fundamentalistas cristianos) y en ese momento usted quería que el primer grupo tomara el liderazgo del partido para evitar la amenaza directa del fascismo. ¿Cómo ve hoy la situación?
- —Los conservadores culturales alientan el odio por los homosexuales, los inmigrantes y otras minorías. Los millonarios sólo están interesados en el dinero, de modo que son los primeros antes que los segundos quienes tienen más pinta de intentar eliminar las libertades civiles imponiendo su propia moral. Pero muchos de los millonarios norteamericanos también estarían muy felices por colaborar con el líder proto-fascista de la derecha religiosa con tal de asegurarse el control republicano del Congreso y de la Casa Blanca. Así estamos.
Contra el "proto-fascismo" republicano y la retórica que critica pero no hace propuestas reales, Richard Rorty, uno de los filósofos más reconocidos de los EE.UU. reivindica la imagen de una comunidad humana capaz de darse a sí misma los fundamentos de una moral de la solidaridad. En esta charla exclusiva habla de la tensión entre utopías e ideales y del modesto papel que le cabe a la filosofía en la solución de los dilemas de un mundo que precisa, con urgencia, nuevos paraísos.
IVANA COSTA
A Richard Rorty se lo considera, hoy en día, el más grande filósofo norteamericano. Pero el más grande filósofo es un título que él rechazaría convencido, sin modestia. En el vocabulario del pragmatismo, la corriente de pensamiento por la que ha bregado con vehemencia, con sólidas razones y con gran talento literario, el más grande filósofo no es alguien que merezca reverencia intelectual o mayor atención, siquiera, que cualquiera que se ponga a pensar seria y sinceramente sobre algún problema. Para Rorty, los filósofos no son dueños de ninguna verdad inefable ni de un misterio más exquisito ni de un catalejo más apropiado para ver de lejos. Justamente una parte de la "grandeza filosófica" de Rorty consiste en haber argumentado con claridad contra la idea de que la filosofía pueda imponerse como perspectiva privilegiada del saber.En su libro La filosofía y el espejo de la naturaleza, uno de los mejores del siglo XX en su disciplina, publicado en 1979 como texto académico y convertido —él mismo lo dice con frecuencia— en un insospechado éxito editorial, Rorty mostró que la idea de que la filosofía puede confirmar o desacreditar las pretensiones de conocimiento de la ciencia, la ética, el arte o la religión es una construcción histórica que debe ser rechazada de plano. Si la filosofía se transformó en una especie de tribunal de la cultura es porque se adjudicó una "comprensión especial de la naturaleza del conocimiento y de la mente" que hoy resulta ilegítima. Los filósofos —dice Rorty— no tienen un conocimiento peculiar, superior, que pueda conducirlos sin obstáculos hacia afirmaciones más ciertas o seguras. ¿Por qué, entonces, damos crédito a las opiniones de los filósofos? "Las útiles observaciones que puedan hacer sobre diversos temas —sostiene Rorty— son posibles por su familiaridad con los antecedentes históricos de las discusiones sobre temas semejantes y, lo que es de suma importancia, por el hecho de que las discusiones sobre tales temas van acompañadas de clichés filosóficos desfasados que los demás participantes han encontrado alguna vez en sus lecturas pero sobre los cuales los filósofos profesionales saben de memoria los pros y los contras."Un colega de Rorty, compañero suyo en la Universidad de Stanford, decía recientemente: "Se puede llegar a discutir si él es o no el pensador más importante de la actualidad, pero es indiscutible que Rick es el mejor escritor filosófico que ha surgido desde Bertrand Russell". Esto último es muy atendible. El pragmatismo —el movimiento que William James, Charles Pierce, Oliver Wendell Holmes y John Dewey fundaron a fines del siglo XIX y que llegó a imponerse como "filosofía norteamericana" (o como un modo norteamericano de encarar las cosas)— recibió un impulso inmenso en el siglo XX gracias a los escritos de Rorty, a su inusual combinación de sutileza literaria con un modo agudo, preciso de encadenar los razonamientos críticos. Así también, el pragmatismo (o neopragmatismo) que Rorty contribuyó a difundir ha permitido recuperar la idea de una filosofía norteamericana, estadounidense, como una perspectiva "nueva", definida por su desapego a la metafísica y por oposición a las corrientes filosóficas de la "vieja Europa" como el positivismo, el pensamiento analítico, la fenomenología. El pragmatismo, en este punto, puede sintetizarse como un rechazo por la noción de verdad objetiva ("La verdad no es la clase de cosas sobre las cuales uno esperaría tener una interesante teoría"). La verdad, para el pragmatismo, es circunstancial, aunque no completamente relativa sino resultado de un acuerdo entre los seres humanos por medio del diálogo. Rechaza también esta filosofía la idea de una racionalidad ahistórica, capaz de definir de antemano el carácter de lo que es moral y de lo que no lo es, y finalmente rechaza la "objetividad" de los hechos y de las explicaciones que de ellos nos forjamos. Ahora, en qué medida puedan corresponderse las aspiraciones del pragmatismo con las efectivas prácticas políticas y tecnocientíficas que identifican hoy a lo norteamericano es incierto. En esta nota, Rorty da cuenta de esa incertidumbre. Rorty no es especialmente afecto a las entrevistas. Cordial y amable —como se mostró en 1997, cuando visitó la Argentina y disertó para docentes, alumnos, vecinos y curiosos en la sede de la facultad de filosofía de la UBA, en el barrio de Caballito—, siempre ha sido tímido. Quienes lo conocen bien dicen que arrastra esa timidez desde la infancia. Su padre era un militante trotskista que había renegado del comunismo. "Yo nací y crecí trotskista —ha dicho el filósofo— como otros nacen metodistas o judíos: el trotskismo era la fe en mi hogar". En consecuencia, durante la infancia de Rorty, en su familia se sentía próxima la persecución estalinista y luego la macartista. En 1940, cuando Richard Rorty tenía 9 años, Stalin logró finalmente que uno de sus mandaderos asesinara a Trotski, luego de perseguir y liquidar a sus hijos en distintas partes del planeta. También el padre de Rorty —cuentan— temía que quisieran envenenar a su familia, de modo que incluso la merienda que Richard llevaba a la escuela se amasaba en casa. Rorty confesó alguna vez que durante mucho tiempo comió, avergonzado, su pancito casero a escondidas de sus compañeros que compartían en el recreo, con todos los demás, sus galletitas compradas en el almacén.La herencia paterna signó, por otra parte, una firme inclinación a escribir sobre política y a procurar que las propias opiniones públicas tengan un efecto concreto en el juego político norteamericano (en esta entrevista Rorty va a denostar, por ejemplo, el "proto-fascismo" que está desarrollando en su país el partido republicano). "Yo escribo —dice al comienzo del diálogo— tanto sobre filosofía como sobre política. Estos dos tipos de escritos no tienen mucho que ver el uno con el otro, aunque veo que los escritos filosóficos son mucho más parecidos a una pieza única que vuelve sobre el mismo, viejo y remanido argumento antimetafísico una y otra vez..."
- —En alguna oportunidad, usted definió la filosofía como cierta tradición literaria y como los diversos modos de leer esa tradición. Pero casi todos esos textos —de Platón hasta hoy— proponen una relación de carácter metafísico entre los seres humanos y el universo. ¿Debería considerarse al pragmatismo como continuidad de esa tradición?
- —En los años que pasaron desde que Friedrich Nietzsche y William James escribieron, la filosofía se ha vuelto cada vez menos metafísica. El pragmatismo, tal como yo lo entiendo, debería considerarse como la rama americana del rechazo mundialmente difundido por la metafísica. Es decir, por la idea de que hay algo interesante que nosotros podemos decir acerca de la relación de los seres humanos como tales con el universo como tal.
- —Dos preguntas en relación con los usos que otros pensadores o políticos han hecho de cierta terminología forjada en sus textos. La primera: en su libro "¿Esperanza o conocimiento?" comparó la "metafísica de la presencia", identificada con la filosofía europea, con una "nueva metafísica", identificada con la democracia. Distinguió así entre la "vieja Europa" y la "nueva América". ¿Qué impresión le causó el uso que hizo Donald Rumsfeld de esta distinción antes de la invasión a Irak?
- —No creo haber hablado sobre una "nueva metafísica", pero si lo hice no debería haberlo hecho... Creo que no hay grandes diferencias entre Europa y los Estados Unidos, sólo diferencias entre la gente. Por ejemplo, entre gente como Donald Rumsfeld y George W. Bush y la gente que es, en general, más sensible y prudente.Quiénes somosNadie, obviamente, es dueño del vocabulario en el que se expresan las ideas pero a veces la suerte de una fórmula atractiva puede quedar presa de ideas aberrantes. En el ensayo "Universalismo Moral y Emergencia Económica", Rorty ha explicado en detalle por qué la pregunta "¿Quiénes somos?" —su enunciación como aspiración a un proyecto futuro y no como atadura al determinismo del pasado cristalizado— es preferible a la pregunta filosófica "¿Qué somos?", que puede ser reaccionaria. Este año, sin embargo, el politólogo Samuel Huntington publicó un controvertido libro titulado ¿Quiénes somos?, en el cual exhorta a defender una supuesta pureza racial norteamericana —"una fortaleza insular anglo protestante", la describió el The Washington Post— contra la amenaza de la inmigración hispana.
- —¿Cuál es su opinión sobre el uso de esta fórmula en relación con las conclusiones que Huntington extrae de ella?
- —El libro de Huntington, muy malo, no le dice a uno prácticamente nada sobre Norteamérica. Solamente informa acerca de las reacciones de la idiosincrasia de Huntington contra algunas tendencias en la vida americana.La moral de la solidaridad"Ninguno de los filósofos que estudié en la universidad me llevaron a modificar mis posiciones políticas o éticas", suele decir Rorty. Más allá del afán provocador de la frase, ella quiere decir que así como la filosofía no es tribunal de la racionalidad en su función cognoscitiva, tampoco puede tener la expectativa de dar con un fundamento racional universalmente válido para la ética. Contra el racionalismo —y contra la idea de que es la filosofía la que nos conducirá hacia una base racional que nos redima de la inmoralidad—, Rorty ha buscado en la literatura las fuentes de la ética colectiva y de la moral individual. En Walt Whitman rastrea el origen del ideal democrático norteamericano y en la literatura de Henry James y Marcel Proust encuentra las fuentes de la ética individual. "Habitualmente se piensa que Proust y James nos forman de la misma manera en que nos forman Sócrates y Shakespeare; ya que no sólo nos dan vívidos retratos de personas que hasta entonces nos resultaban desconocidas, sino que además nos fuerzan a experimentar vívidas dudas sobre nosotros mismos." Pero para Rorty, lo que esta literatura ofrece es más profundo todavía: "Así como las personas religiosas que al leer los textos sagrados se ven capturados por algo superior a ellos, algo que a veces puede parecerse al éxtasis del orgasmo, así también los lectores de James y Proust —escribe— se ven de pronto capturados en una suerte de aumento de la imaginación y de cierta intensidad compartida en la apreciación del tiempo, similar a la que tiene lugar cuando dos amantes ven que su amor es recíproco. Proust y James ofrecen una redención a sus lectores, pero no una verdad redentora; de la misma manera en que el amor redime al amante y sin embargo no le agrega nada a su conocimiento."Rorty también atacó con argumentos filosóficos la idea kantiana de que existe un fundamento racional y universal de la moral. En su libro Contingencia, ironía y solidaridad ha insistido en la necesidad de tomar a la moral como una cuestión de intersubjetividades que dialogan. En el plano práctico, la objetividad es solidaridad, o sea: un intento por alcanzar el mayor acuerdo posible entre los seres humanos y entre las diversas comunidades.
- —En sus escritos, una moral de la solidaridad, basada en la piedad o en la compasión por el que sufre humillación o dolor reemplaza al ideal metafísico de una ética fundada en un imperativo moral de la Razón. ¿Pero por qué estos sentimientos deberían considerarse menos metafísicos que la Razón?
- —Tanto la religión como la filosofía moral son parasitarias de sentimientos como el de benevolencia. Si no hubiera habido sentimientos de este tipo de los cuales echar mano, la religión y la filosofía no habrían tenido la influencia civilizatoria que tuvieron. Pero, por cierto, la gente contaba con este tipo de sentimientos mucho antes de que se inventaran la religión y la filosofía.
- —¿No hay reminiscencias religiosas en el uso que hace de estos sentimientos al ponerlos en juego en el debate ético? O, si prefiere: ¿se considera una persona religiosa en algún sentido?
- —No, no soy religioso en absoluto. Nunca lo fui.
- —Este mes llegó a la Argentina la reedición de "La posibilidad del altruismo", en el cual Thomas Nagel sostiene que el altruismo no puede basarse en sentimientos como la simpatía sino en aspectos formales de la razón práctica. ¿Hay nuevos argumentos para apoyar el punto de vista de una racionalidad universal?
- —A mí, el libro de Nagel no me pareció convincente en su momento. En esta misma línea kantiana, los argumentos más detallados los pude hallar en el reciente libro de Cristine Korsgaard The Sources of Normativity (Las fuentes de la normatividad). Pero tampoco me convencen, le diré, los argumentos de Korsgaard. Korsgaard, profesora de la Universidad de Harvard, plantea que, si bien se supone que los conceptos éticos obligan, guían, aconsejan o determinan nuestra conducta, uno puede preguntarse de dónde proviene la autoridad que estos conceptos ejercen sobre nosotros. Korsgaard concluye que la autonomía moral kantiana es el fundamento que mejor sintetiza las diversas respuestas planteadas a esta pregunta a lo largo de la historia de la filosofía moderna. "Yo no creo —dice Rorty—, sin embargo, que tenga mucho sentido tratar de fundar la moralidad en alguna otra cosa. Desde mi punto de vista, los sentimientos de benevolencia, por ejemplo, no son una base para la moralidad en el mismo sentido en que se supone que son bases de la moral los argumentos que ofrecieron Kant en su momento o Nagel o Korsgaard. Los sentimientos de benevolencia no son razones para que uno sea una persona moral, son simplemente estados mentales que a veces llevan a que la gente infrinja menos daño a otros."¿Hay futuro sin pasado?En los escritos de Rorty llama la atención la apelación al futuro no sólo como eje de los razonamientos sino también como inflexión hacia una cultura literaria. Su idea de que el tema de la filosofía es el futuro apunta, por un lado, a generar en la comunidad intelectual y filosófica la "disposición a ser apabullado por las experiencias de mañana; a permanecer abierto a la posibilidad de que el próximo libro que leamos o la próxima persona que encontremos cambie nuestra vida". La racionalidad —escribió Rorty— "no puede clausurarse a esta posibilidad de disrupción sin caer víctima de la pedantería". Por otro lado, el tema del futuro implica, en el plano político, una perspectiva más discutible. "Al pragmatismo no le interesa justificar tradiciones pasadas sino reemplazar un presente insatisfecho por un futuro mejor", dice Rorty. Es en este contexto que él contrapone, por ejemplo la pregunta tradicional de la filosofía "¿Qué somos?", que pretende hallar algo así como una naturaleza humana en un pasado atemporal, por "¿Quiénes somos?", pregunta política que busca discernir habilidades y competencias en función de una identidad moral comunitaria y orientada como proyecto hacia el futuro. Sin embargo, en la tensión al futuro que Rorty reivindica ¿no convive cierto menosprecio del pasado? ¿En todos los casos sería deseable descartar el pasado para satisfacer el presente o el futuro? Quizá sólo aquellas comunidades que tienen un presente del todo satisfecho pueden prescindir del pasado como medida de sus expectativas futuras. La historia de los pueblos que atraviesan o atravesaron recientemente dictaduras, genocidios o situaciones de injusticia extrema plantea, en cambio, el problema de que el presente y el proyecto de un futuro mejor no pueden concebirse dejando de lado las muy diferentes representaciones del pasado que se han forjado víctimas, victimarios y sobrevivientes, por ejemplo. Preguntas como "¿Quiénes somos?" o "¿Qué sería mejor para nosotros como comunidad?" se responden, en estos casos, en relación con cierta interpretación del pasado puesto que si no podemos llegar a ciertos acuerdos sobre el pasado ¿por qué debería resultar más útil o mejor la pregunta por el futuro? A la vez, para imaginar un futuro mejor, se hacen propuestas sobre qué es bueno (para una comunidad) y qué no lo es. Aún sin pretender definir la naturaleza humana o la clave de nuestra relación con el mundo, al proyectar imaginamos cómo debería ser nuestra comunidad y cómo deberíamos ser nosotros en ella.
- —¿Toda pregunta por un ideal cae en la trampa metafísica de suponer cierta relación ilegítima entre el hombre y el mundo?
- —No, hay una gran diferencia entre pensamiento utópico y pensamiento metafísico. Usted puede hacer un cierto relato del pasado y un relato acerca de un posible futuro mejor sin tener ningún punto de vista sobre las relaciones entre los seres humanos como tales y el universo como tal. Usted puede practicar la historiografía y comprometerse en política sin tener que preguntarse ni tener que responder a ninguna de las preguntas de la filosofía tradicional.
- —De las corrientes actuales de la filosofía quizá sea la "arqueología" de Michel Foucault la que se propone más claramente como búsqueda proyectada hacia el pasado. Alguna vez, para referirse a ella, usó la expresión "hermenéutica de la sospecha" ¿El método arqueológico sería un modo de remitir nuestras preguntas o sospechas hacia un pasado remoto e inaccesible?
- —La verdad es que nunca entendí realmente lo que Foucault quería decir con "arqueología". Me parece que él pensaba que era un método diferente de la lisa y llana historia intelectual, pero nunca entendí cuál se suponía que era esa diferencia.
- —Usted contó que lo que más le interesa de pensadores como Dewey o autores como Whitman es su "exigencia antimetafísica de que no existe corte de apelación más alta que un consenso democrático". Pero, a la luz de cómo se llegó a la ocupación de Irak, uno puede preguntarse: cuando la última institución del consenso democrático entre las naciones, la ONU, es avasallada por el uso de la fuerza ¿acaso la noción de "consenso democrático" no se vuelve ella misma una expresión formal vacía de contenido, una ilusión metafísica?
- —No lo creo. La invasión de Suez, en 1956, y la invasión de Irak, en 2003, ambas dejaron intacta la idea de que las Naciones Unidas son el único agente que debería tener el derecho de hacer la guerra. Este ideal sobrevivirá mucho más allá de las acciones unilaterales. Incluso, acaso algún día este ideal pueda efectivamente ser puesto en práctica. En definitiva, nadie debería poder restringir nuestra idea de la filosofía como una conversación en pos de utopías posibles, de un nuevo paraíso en la tierra. A la vez que todos reconocemos la necesidad de ocuparnos, más allá de las utopías, de los problemas prácticos que nos preocupan todos los días.
- —Para el pragmatismo, la idea de que todas las culturas son igualmente buenas y racionales es autocontradictoria. ¿Qué posición defendería en el debate surgido el año pasado en Francia por el uso de símbolos religiosos en la escuela?
- —No tengo un punto de vista firme acerca de si las niñas de origen islámico deben usar o no el velo en las escuelas francesas. Uno debería vivir en Francia y debería hablar tanto con los musulmanes franceses como con los franceses no musulmanes sobre los efectos de la nueva legislación antes de adjudicarse el derecho a una opinión sobre este tema. Los filósofos pragmatistas no tratan de deducir de ciertos "primeros principios" un punto de vista propio sobre temas como estos. El pragmatismo piensa la política como una materia experimental, y considera que los resultados de esos experimentos varían de acuerdo a las condiciones locales.
- —Tomando imagen de la filosofía que traza en "La filosofía y el espejo de la naturaleza", como una conversación entre diferentes voces, ¿cuáles son los temas y las voces más interesantes que encuentra en la "conversación" actual?
- —Hoy en día, mis filósofos favoritos son seguidores de Ludwig Wittgenstein, como Robert Brandom, y seguidores de Martin Heidegger, como Gianni Vattimo. Me parece que en ambos casos se trata de pensadores que se encuentran en la vanguardia del movimiento antimetafísico.
- —¿Y en cuanto a las voces de la política norteamericana actual? En 1999 escribió en el diario Clarín que el partido republicano estaba dividido en un "conservadurismo económico" (ejecutivos ricos de grandes corporaciones) y un "conservadurismo cultural" (fundamentalistas cristianos) y en ese momento usted quería que el primer grupo tomara el liderazgo del partido para evitar la amenaza directa del fascismo. ¿Cómo ve hoy la situación?
- —Los conservadores culturales alientan el odio por los homosexuales, los inmigrantes y otras minorías. Los millonarios sólo están interesados en el dinero, de modo que son los primeros antes que los segundos quienes tienen más pinta de intentar eliminar las libertades civiles imponiendo su propia moral. Pero muchos de los millonarios norteamericanos también estarían muy felices por colaborar con el líder proto-fascista de la derecha religiosa con tal de asegurarse el control republicano del Congreso y de la Casa Blanca. Así estamos.
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